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DOBLE JUEGO (fragmento)

 

PRIMERA PARTE

La mañana y la madrugada

 

I

 

Entre Blenheim, el cementerio judío del siglo XVII, y Campo Alegre está Wakota, un suburbio de Willemstad. O sea, que está «entre medio», lo mismo que responde el curazoleño cuando se le pregunta cómo le va. «Bah, entre medio», lo que las más de las veces viene a significar: entre la espada y la pared.

       El cementerio judío suelen mencionarlo las guías turísticas, que, en cambio, callan como tumbas sobre el floreciente campo de putas al norte de la isla. Se trata de un animado hotel de unas ciento cincuenta habitaciones, donde se hospedan mujeres procedentes de todo el Caribe, Sudamérica y América Central.

       So, pack up your troubles and visit Curaçao! El mar es hermoso, el aire puro y las mujeres de Campo Alegre están sanas, porque el médico del hotel las examina y les pone inyecciones a diario. Y si vas, date una vuelta por Wakota, ese pueblecito tranquilo donde todavía quedan espacios libres entre las casas.

       La gente allí todavía recordará que hasta hace poco cuatro vecinos del lugar se sentaban los domingos por la tarde a echar una partida de dominó en la casa de uno de ellos: Bubú Fiel. Solían empezar alrededor de la una, después de la sopi di mondongo, el plato típico que comen en domingo los habitantes de Curazao. A eso de las seis dejaban de jugar. Era la hora del crepúsculo, al que seguía poco después la inexorable oscuridad de la noche.

 

2

 

Había en Wakota dos colinas: la de Santa Gloria, llamada así por la iglesia católica allí erigida, y enfrente, algo más baja, la colina de Manchi, que recibía ese nombre desde que un tal Manchi, oriundo de Willemstad, construyera —o, como decían más poéticamente algunos wakotanos: «extendiera sobre toda la colina de Wakota»— su fabulosa casa de ocho habitaciones.

       Cruzaba ambas colinas la ancha carretera de Tula, que desembocaba hacia el oeste en la autovía de Carpata, cuyos cuatro carriles comunican la capital con el aeropuerto y el campo de putas.

       Al oeste de la colina de Manchi, al pie de ésta y más cerca de la carretera de Tula que su mansión de color rojo claro en forma de T, se hallaba, relativamente aislada, una casita amarilla de paredes inclinadas del tipo de las llamadas casas de esclavos, de las que aún se encuentran algunos ejemplares en las afueras de Willemstad. Era la casa de Bubú Fiel. Su casita daba a la carretera y constaba de dos partes. La parte principal, de unos dieciséis metros cuadrados, tenía un techo a dos aguas y un tabique con una puerta —en cuyo hueco colgaba siempre una cortinita blanca— que la dividía en dos ambientes: uno grande, la sala, y otro más pequeño, un dormitorio en el que justo cabía una gran cama de matrimonio. En la parte de atrás, pegada a la anterior, había una construcción de madera con un techo plano inclinado, dividida a su vez en tres espacios: un comedor, un pequeño dormitorio separado por un tabique, en el que apenas cabía una cama individual, y una pequeña cocina. Allí vivían Bubú Fiel y Nora con siete de sus hijos. Gracias a Dios ya no con dieciséis, pues seis habían muerto con el correr del tiempo y tres se habían marchado ya de casa.

       Aparte de un camino estrecho que subía desde la portezuela de tela metálica hasta la puerta de entrada, el terreno estaba cubierto de anglo, una planta rastrera de flor amarilla amariposada en plena floración. A la izquierda del terreno, en una esquina, se erguía humildemente un mástil oxidado, que probablemente databa de la época en que Bubú Fiel había sido presidente del CDDW (Club Deportivo de Dominó de Wakota). Al fondo, a unos quince metros de la casa, había un cobertizo de madera de dos metros por dos y tres de alto. Era el retrete de Bubú Fiel, al mismo tiempo que cuarto de baño y cuarto trastero. Necesitaba una mano de pintura y tenía goteras. Pero detrás de toda esta miseria yacían, cual promesa del Mesías, las excavaciones de los cimientos de una casa que, en cuanto al tamaño, no tenía nada que envidiarle a la mansión de Manchi. Sólo que… esos impresionantes cimientos debían de haberse excavado hacía muchísimo tiempo: la arena depositada en los bordes se había pulverizado y la lluvia la había arrastrado de nuevo a las cloacas de los cimientos.

       La idea original había sido que el solitario cobertizo se destinase a cuarto de baño y retrete, por lo que estaba provisto de una silla de madera con un agujero en el centro: un cagadero o trono como los que sigue habiendo en algunas partes de la próspera Europa. Sin embargo, con el tiempo se había convertido principalmente en cuarto trastero. La acuciante falta de espacio en la propia casa había hecho que todo lo que no resultara estrictamente necesario para los quehaceres domésticos, pero que tampoco podía tirarse, porque eso, de acuerdo con la filosofía de la gente pobre, «no se hace», se arrinconara «provisionalmente» en el cuarto trastero.

       En el sector occidental de la casa, Bubú Fiel había construido en algún momento un garaje «provisional» con estacas de madera y planchas de zinc. Allí, a la sombra, aparcaba su 200A. «A» de alquiler: era taxista de profesión. Por allí mismo había también una serie de gallineros «provisionales».

       La ladera entre la casa de Fiel y la de Manchi permanecía sin construir. Estaba cubierta de gran cantidad de cactus con hojas y árboles wabi, pero ello no impedía que desde una casa pudiera distinguirse claramente la otra.

       En la parte oriental de la casa, donde Bubú Fiel solía jugar al dominó con sus amigos, había un robusto tamarindo cuya altura sobrepasaba con gran diferencia la de la vieja casa y cuyas ramas de denso follaje colgaban desde lo alto hasta la altura de un hombre. A mediodía, cuando el sol quemaba con más fuerza, el tamarindo ofrecía una sombra amplia, generosa y fresca que, según afirmaban aquellos hombres, seguro que no tenía parangón ni en el Paraíso.

       Era el mes de noviembre y el árbol había estado cargado durante varias semanas de los pequeños y frágiles frutos marrones del tamarindo. Pero los hijos de Bubú Fiel y sus amigos se habían ocupado de librarlo rápida y profesionalmente de su carga.

 

3

 

El paseíllo que Manchi estaba dándose aquel domingo por la mañana ?como todas las mañanas, cuando no trabajaba? hasta la carretera de Tula por el camino de arena de delante de la casa, después de que su mujer y sus hijos se hubieran marchado, no era, como decía, «para estirar las patas, pues me paso toda la semana al volante», sino para poder admirar en toda su majestuosidad en el camino de regreso su mansión de ocho habitaciones que se extendía por la colina de Wakota. La había construido él mismo y constituía el motivo principal por el que gozaba de gran prestigio en Wakota y en toda la isla. Algunos ya habían empezado a decirle Shon Manchi en lugar de Manchi sin más.

       En su cabeza se agolpaban pensamientos de variada índole: su cargo de agente judicial en la fiscalía de Willemstad; la mansión que se erguía ante sus ojos; la belleza de Solema, su mujer; el hecho de que ésta se hubiese diplomado de maestra en Holanda y estudiado de todo en Bélgica, Francia e Inglaterra.

       Manchi era un negro corpulento, cincuentón casi, cargado de hombros. En la parte trasera de su robusta cabeza tenía un bulto. El corto cabello ensortijado intentaba peinarlo hacia atrás con grandes cantidades de fijador, lo que las más de las veces no le resultaba. El aún suave sol matutino que alumbraba Wakota hacía brillar sus diminutos rizos cual millones de estrellitas. Su cara, con las negras y espesas cejas y los labios carnosos, lucía como siempre un afeitado perfecto. Mientras iba subiendo lentamente la colina, tenía en el rostro una expresión de estudiada severidad, que no habría desentonado en la cara de un juez. Llevaba un pantalón gris, una camisa deportiva de mangas cortas y zapatillas.

       La casa hacia la que se dirigía tenía un aire italiano, que debía a la espaciosa galería abovedada apoyada en cuatro columnas bajas. En efecto, al diseñarla Manchi se había inspirado en una tarjeta postal que conservaba celosamente en el cajón-de-los-papeles-importantes del ropero del dormitorio. Estaba provista de un gran patio trasero y un amplio jardín al frente, lleno de arbustos de varios colores en los que, con sumo deleite, Manchi iba descansando la vista. También se deleitaba con la idea de que su mansión fuera la única construcción que había en la extensa planicie que coronaba la colina. Si bien era cierto que por detrás y a su izquierda había otras dos parcelas, sus dueños debían de atravesar situaciones económicas parecidas a la de Bubú Fiel: en todos los años transcurridos desde la constitución de la correspondiente enfiteusis, no habían hecho más que cercar el terreno. Si por él fuera, ¡que los partiera un rayo antes de que pudieran empezar a construir!

       Hacía un tiempecito, el propio Manchi había iniciado la construcción, sin prisas, como decía, de una habitación de servicio junto al garaje. También este hecho lo evocaba ahora con gusto. Sería posible caracterizar a Manchi de otras muchas maneras, tanto por dentro como por fuera, pero su rasgo característico más importante quizá fuese que le apasionaba el dominó.

 

4

 

«Puede que demasiado», reflexionó mientras se detenía por un instante delante de la casa. El cerco de hierro forjado tenía dos entradas: una más ancha a la derecha, delante del garaje, y otra delante de la puerta principal. Por encima de ésta, del lado izquierdo, Manchi había instalado un buzón, cuya portezuela abría ahora juguetonamente, pese a que sabía que los domingos por la mañana no pasaba el cartero. Pero probablemente se deleitara viendo el buzón igual que viendo la casa, pues se trataba de una réplica exacta de ésta: idénticos colores, la galería con arcos delante y el patio detrás. En ambas puertas había fijado llamativos carteles blancos con la siguiente inscripción en letras negras:

 

Manchi Sanantonio

Agente judicial - Curazao

 

Entró en la casa. En medio del salón se hallaba el gran piano de cola marrón de su mujer. Le entraron ganas de sentarse a tocar.

       —¡Tonterías! —se dijo, medio irritado. No le gustaba el piano y, en consecuencia, tampoco sabía tocarlo. Tan sólo había comprado el nuevo y hermoso mueble porque su mujer, después de casados, había traído consigo de su casa paterna un pianito vetusto que él de ningún modo podía tolerar en su flamante y exclusiva mansión.

       Para olvidarse completamente del curioso arrebato del que había sido presa, se dirigió a la cocina, en la parte de atrás de la casa, para servirse un whisky, aunque todavía fuera algo temprano. Sorbiendo del vaso, acometió luego un lento paseo de inspección por toda la casa. Al pie de la T, dando hacia el sur, se situaban el cuarto de estudio, el cuarto de huéspedes y el despacho. Huéspedes no tenía nunca, y estudiar era una actividad de la que, por el valor que le atribuía, prefería que se ocupara su esposa. Y en cuanto al despacho, en fin… En el estudio había instalado al menos una mesa de escritorio, con un teléfono, una guía telefónica y una máquina de escribir. Allí solía sentarse a leer el diario.

       Sin embargo, sobraba espacio al que no lograba dar nombre. Incluso después de que, poco tiempo atrás, hubiera asignado al mayor de sus tres hijos, el niño de seis años, una habitación propia y de que se le hubiese ocurrido la brillante idea de destinar a cuarto de juegos para sus hijos uno de los grandes dormitorios y de dar a otra habitación el nombre de cuarto trastero. Esa mañana volvía a lamentar el no tener más que tres hijos.

       Regresó donde el piano. En el atril seguía abierto, en la página de Au clair de la lune, el libro de ejercicios del que había tocado su hija la víspera. Manchi intentó sofocar otra vez el extraño arrebato de hacía unos momentos y se deleitó deslizando la mirada sobre el mobiliario. En este aspecto había copiado estrictamente el interior de la casa de un suplente de fiscal al que admiraba por lo elevado de las penas que solicitaba. Mediante un catálogo que éste le había prestado a petición suya, Manchi había encargado sus muebles en Dinamarca. Mientras disfrutaba acariciando la lustrosa madera marrón del piano, recordó cómo su gusto fundamentado lo había enfrentado a su mujer, que a la hora de decidir cómo amueblar la casa demostró una preferencia para él incomprensible e inaceptable por muebles curazoleños antiguos. Vejestorios de todo tipo con asientos de caña trenzada. ¡En su flamante y exclusiva mansión! Entonces no estaban casados todavía, con lo que Manchi se vio obligado a recurrir a todos sus encantos para persuadirla, aunque al menos en una ocasión le preguntó en un tono bastante hosco si con todos sus años de estudio en Europa sabía lo que significaba la palabra PRO-GRE-SIS-TA.

       A la vista de que su arrebato de antes aún persistía, intentó convencerse de que él no tenía nada que ver con el piano de su mujer. No era más que un mueble que, eso sí, lo llenaba de orgullo porque nadie en Wakota, y ciertamente nadie de color en Wakota, e incluso quizá nadie de color en toda la isla, tenía en su casa otro igual. Y punto.

 

5

 

Al cabo sucumbió. Cerró rápidamente la gran puerta principal de madera de caoba y se sentó en el taburete frente al piano. Se quedó mirando un tiempo el libro de ejercicios que tenía delante, pero el milagro que quizá esperaba que se produjera no se produjo: Manchi Sanantonio no sabía leer música, y por lo que se veía eso no iba a cambiar. Por lo tanto, cerró rápidamente el libro, con una remota sensación de envidia hacia su mujer, pianista y organista virtuosa, y sus hijos, que al parecer habían heredado los tres el talento de su madre. Por otra parte, sabía silbar la melodía de Mon ami Pierrot, tocada tantas veces por sus hijos, con lo que se envalentonó y abrió la tapa del piano. Por un momento, el impersonal teclado lo desconcertó, pero mientras silbaba por lo bajo la melodía, apoyó con cierta determinación el pulgar de la mano derecha en una de las teclas blancas, provocando que el instrumento efectivamente emitiera un sonido, que, según le pareció, no estaba nada mal. Repitió aquella nota con autosuficiencia y energía, por el placer que le deparaba hacer resonar por toda la casa la primera música que tocaba en ese instrumento. Aquel primer tono, por el simple hecho de ser el primero, era sin duda al mismo tiempo el tono acertado. Era lógico. Manchi se echó un momento hacia atrás y empezó de nuevo a silbar, con la cabeza mirando el techo, parte de la melodía. Se trataba ahora de dar con el segundo tono del que se componía la canción. Respiró a fondo, apretó otra tecla y… erró. Había errado estrepitosamente, hasta tal punto que le dolieron sus propios oídos y sintió ganas de hacer añicos de un puñetazo aquel teclado. Sin embargo, el gran desprecio que sentía por Solema y todo lo que ella representaba, hizo que se contuviera y lo volviera a intentar. Una y otra vez. ¡Cojones! Si ella e incluso los niños lo conseguían, ¿cómo iba a ser difícil tocar el piano? Debía de existir algún atajo, alguna manera astuta y secreta que, una vez hallada, le permitiera aprender también a él.

       Sin embargo, poco tiempo después, Manchi desistió. Abandonó el piano y volvió a abrir la puerta. Comprobó aliviado que fuera nadie había sido testigo de sus malogrados esfuerzos. Se propuso olvidar que había tocado aquel maldito piano, y se dedicó a regar las plantas. A eso de las nueve se tomó una pausa y se recostó en una de las tumbonas del porche para descansar. Disfrutó deslizando la mirada a su alrededor. En el barrio reinaban aún el silencio y la tranquilidad. Las campanas de la misa solemne ya habían repicado tres veces. Solema, que antes de ir a tocar el órgano de Santa Gloria solía llevar a los niños a la casa de sus padres, no regresaría hasta que terminara la misa. O sea, que Manchi tenía todo el tiempo del mundo para dedicarse a sus actividades del domingo a mediodía, que resumía para sí en una sola palabra: filosofar, lo que también incluía regar las plantas. Le gustaba, además, entretenerse con algún libro. Durante mucho tiempo, ese libro había sido un ejemplar encuadernado en cuero de Los bandidos, de F. Schiller, que ahora guardaba celosamente en el cajón-de-los-papeles-importantes del ropero del dormitorio. Le gustaba hojearlo sin más, por gusto, jugando con el suave marcapáginas de seda rojiza. Sacar el libro del cajón, quitarle el papel en que lo tenía envuelto para protegerlo —al fin y al cabo, se lo había regalado un juez— y, mientras iba hojeándolo, preguntarse qué nombre de pila se escondía detrás de la efe mayúscula en «F. Schiller». Sin embargo, sus proyectos para el futuro inmediato le habían obligado a dejar de hojear Los bandidos para poder dedicarse con mayor seriedad a la lectura de otra obra: La historia de la masonería en las Antillas neerlandesas, cuyo autor era un tal G. Tim. Este libro constaba de dos tomos; el primero se componía de unas quinientas páginas de texto en letra pequeña, y el segundo de fotografías y anexos. Naturalmente, el lenguaje utilizado era difícil, y el primer tomo estaba tan atestado de referencias al segundo, que Manchi dudaba que consiguiera avanzar jamás más allá de las tres páginas que había leído a duras penas en las tres últimas semanas. Pero al menos, este libro presentaba una pequeña ventaja: el nombre del autor, G. Tim, venía escrito en la carátula con todas sus letras: Gerard Tim. Este «dato añadido» le hacía tener más confianza en la logia La solidaridad, a la que aspiraba incorporarse en breve. Manchi había colocado los dos tomos en una mesita a su lado y decidió hacer el esfuerzo de ocuparse seriamente en la lectura durante por lo menos media hora. Pero a cada rato su atención se desviaba a aquello en lo que consistía verdaderamente su filosofar y oteaba con serenidad los alrededores de la casa, como en un intento de determinar su lugar en la vida, en el tiempo y en el espacio. Poco después de instalarse en la nueva casa, había utilizado para ello unos prismáticos, lo que incrementaba en gran medida el placer que esta actividad le deparaba. Hasta que un buen domingo por la mañana una de las hijas de su compañero fijo de dominó Bubú Fiel —que luego se amancebaría con un soldador— puso fin abruptamente a su afición; más por descuido que por curiosidad (al fin y al cabo, ¿qué interés podía tener esa puta, con perdón, hija de Bubú Fiel?) había clavado en ella su mirada a través de los prismáticos justo en el momento en que salía de la caseta de baño, casi desnuda. Desgraciadamente, ella se dio cuenta, dejó caer el barreño que cargaba y, soltándole toda clase de injurias destinadas a atraer la atención de todo el barrio, le mostró su oscuro trasero en pompa, es decir, subiéndose el vestido. Le había lanzando los peores insultos, y él, para evitar más difamaciones en el futuro, optó por guardar para siempre los prismáticos.

       Prefería que su mirada se perdiera, como ahora, pasando por encima de la casa de Bubú Fiel, hacia la lejanía que se extendía ante sus ojos y en la que se distinguían, casi en el horizonte, las casas del barrio de las Princesas. Era la zona residencial por excelencia —también había un barrio de los Príncipes y un barrio de la Reina— construidos por la Shell para sus empleados blancos y privilegiados de ultramar. Ahora que los holandeses se iban retirando de las islas e incluso se hablaba de independencia, estaban habitados primordialmente por una élite de antillanos que en no pocas ocasiones habían regresado de Europa al acabar sus estudios, acompañados de sus cónyuges holandesas.

       Solema, con sus ideas brillantes, había sugerido más de una vez que las derribaran. ¡Pero Manchi se oponía! ¿Con qué casas iba a comparar él su mansión si desaparecían? No se cansaba de compararlas una y otra vez, para llegar a la conclusión, indefectiblemente, de que su casa era incluso más hermosa que aquellos chalets de élite. Todo lo que aquéllas tenían: espacio, jardín, cerco, él también lo tenía, y lo que tenían y él no: aire acondicionado, Manchi no se las envidiaba. «Vivo encima de una colina», se decía a sí mismo y a quienes quisieran enterarse, «¿para qué quiero yo aire acondicionado? Tengo viento y aire fresco de sobra. ¡Y encima, gratis!»

       Cuando fijaba la mirada en los chalets del barrio de las Princesas, que había recorrido a menudo a pie para inspeccionarlo, y llegaba indefectiblemente a la conclusión de que su casa era más hermosa que aquellos chalets construidos por una de las refinerías de petróleo más poderosas del mundo, veía reforzada su sensación de poder probablemente innata. Al mismo tiempo, confirmaba una de sus tesis favoritas: en la vida, el negro puede llegar tan lejos como el hombre blanco. Sólo tiene que proponérselo y usar el cerebro. El resto, y se refería sobre todo a las ideas de su mujer, eran tonterías. El concepto de socialismo por ejemplo, que a ella le gustaba manejar, era para él sinónimo de envidia.

 

6

 

A diferencia de la mayoría de los wakotanos, Manchi no era católico. «Es una típica religión de esclavos», solía afirmar ante quienes le escuchaban, «una religión para gente pobre, inculta, oprimida y necia. Porque vamos a ver: ¿quiénes son católicos en primer lugar? ¡Los negros! ¿De dónde vienen los negros? Del África. Y aquí han llegado como esclavos. Un noventa por ciento de la población es descendiente de esclavos y un noventa por ciento son católicos, lo cual significa que en esa religión algo no funciona, ¿no les parece? Que hay que ser débil mental para seguir perteneciendo a esa iglesia. El diez por ciento restante», añadía, dirigiéndose a sus interlocutores, «es sobre todo protestante o judío. Y ésos no son descendientes de esclavos, como nosotros, sino de amos de esclavos…»

       Ateniéndose a la conclusión de su razonamiento, Manchi se había pasado al protestantismo, aunque casi no lo practicaba. A pesar de tan concluyente razonamiento, también podía ser que la convicción religiosa de Manchi se debiera a la competencia que le hacía la iglesia de Wakota, que aunque era mucho más vieja que su casa y mucho menos hermosa, seguía siendo para gran parte de los wakotanos, por motivos religiosos, el edificio más importante de la zona.

       Manchi estaba haciendo gestiones para afiliarse a la masonería. Con ello se cerraba un círculo: los hermanos de la escuela primaria —su única educación formal—, para quienes antes de la llegada de Juan XXIII la religión católica consistía principalmente en identificar al enemigo, le habían enseñado que los peores y más antiguos enemigos de la iglesia católica eran los masones.

       A decir verdad, la religión le importaba poco y consideraba superfluo todo el concepto, lo mismo que el concepto de estudio. Para esto último tenía sus buenas razones, según él. Sin ir más lejos, se consideraba a sí mismo más importante y mejor que su mujer Solema, que había estudiado nada menos que en la lejana Europa, seguía teniendo la cabeza llena de ideas supuestamente progresistas, estaba allí arriba tocando el órgano, cuya fuerte música llegaba esa mañana a sus oídos en ráfagas, sacándolo de quicio, y muchas otras tonterías más. De tomarse en serio los estudios de su mujer en Europa, Manchi debía reconocer que ésta, con su comportamiento, no demostraba haberles sacado demasiado provecho, lo que venía a significar que no representaban gran cosa, o que la que había fallado era ella, o ambas cosas. En cualquier caso, las personas con estudios de nivel no los empañaban con su comportamiento. Para Manchi, no había que darle más vueltas. El hecho de que su mujer se encontrara en ese momento allá arriba tocando el órgano demostraba a las claras, en su opinión, la insignificancia de la religión. «Dios los cría y ellos se juntan», pensaba. Y el hecho de que ella, pese a todos los años que había pasado en Europa, que sumaban como diez, siguiera creyendo en las tonterías de la iglesia de allí arriba, era para él la mejor prueba de la insignificancia de aquellos estudios. Hasta él, con su diploma de graduado escolar y nada más, no creía ya en esas cosas. Quizá tampoco ella creyera ya al cien por cien, por más que siguiera tocando el órgano, pero lo cierto era que hasta ese momento tampoco había mostrado gran interés en la masonería de su esposo. ¿Pero acaso no debía mostrarlo, si de veras sus estudios significaban algo? ¿Acaso Voltaire, uno de los más grandes pensadores de la historia, que además siempre se había metido con los católicos, no había sido fundador, o cofundador, o al menos miembro (consultó su voluminoso libro para asegurarse) de la masonería? A pesar de su belleza, consideraba a Solema, su mujer, y a todo lo que ella hacía, exponentes de la insignificancia de las mujeres en general… No se ocupaban más que de chorradas. Estupideces de cara a la galería. A la hora de la verdad, hacía cuatro años, él había resultado ser mucho mejor que aquel licenciado en Derecho con quien ella había cometido adulterio o, dicho en otras palabras, quisiérase o no, lo había engañado. ¡Bah! Él nunca en su vida había tenido estudios, pero si había que llamar a eso estudios, aquel licenciado en Derecho temblando delante de él, sin saber qué hacer, entonces él, Manchi, debía ser al menos catedrático. Porque, ¿para qué sirven los estudios, o el poseer estudios, o ser un estudioso o licenciado en Derecho o algo por el estilo, sino para saber qué hacer en todo momento y en cualquier circunstancia? Pues él sí que había sabido qué hacer, con calma y con contundencia. Y eso que él, Manchi Sanantonio, no poseía ningún título, al menos ningún título universitario. ¿Acaso podía calificarse de estudio el acostarse así, sin pensarlo, debajo de aquel joven licenciado en Derecho? ¿Demasiado cachonda como para buscarse un sitio como Dios manda? ¿Así, en el suelo, sin más ni más? ¿Así, en la vastedad de la arena de una playa, una playa inmunda además, llena de piedras puntiagudas, que deben de haberle causado un dolor terrible a su estudiosa espalda; así, a plena luz del día y en público, o por lo menos en un sitio donde todo el mundo podía toparse con ellos, como efectivamente ocurrió cuando él los descubrió, por mera casualidad y sin que estuviera especialmente al acecho? Los estudios, pensaba, también servían para saber, en todo momento y en cualquier circunstancia, qué cosas no se deben hacer.

       «Maestra, ¿y a mí qué?», se decía. Una maestra tenía que ser alguien capaz de enseñarle a los demás lo que debían y no debían hacer, e igualmente cómo hacerlo. Y ella no lo era. De lo contrario, ¡no lo habría engañado de esa manera! No como una puta nativa barata, que se ve obligada a hacerlo en el suelo, entre la maleza, porque no dispone de un sitio discreto y porque, al ser nativa, no tiene derecho a meterse en el hotel de putas internacional, en el que (como corresponde en todo hotel) sólo se hospedan puteros extranjeros.

       Una puta, eso es lo que era, y barata además. Una puta de cinco florines, ni más ni menos, aunque fuera la madre de sus tres hijos y él no tuviera más remedio que alardear de su belleza y del hecho de que hubiese estudiado en Europa.

       Pero quizá no viniese a cuento lo que sólo él sabía. Lo que importaba era la reputación. Había aprendido que las cosas no siempre eran lo que parecían, y probablemente no era la única persona en el mundo que lo sabía, pero eso no venía a cuento, pues de todas maneras la gente iría descubriendo aquella gran sabiduría: La gente sencillamente creía lo que veía; en la isla, y tal vez en todo el mundo, siempre había sido así, y seguro que no iba a cambiar.

       Pero Manchi tenía sus problemas. En primer lugar, el camino sin asfaltar que pasaba por delante de su casa. Ya desde mucho antes de que terminara de construirla, había solicitado a la Junta de Gobierno de Curazao, que por entonces estaba en manos del PD (Partido Democrático), que lo asfaltaran. Le habían prometido que así se haría; sin mediar mayor esfuerzo, pues por aquel entonces Manchi era un afiliado particularmente militante del partido, al que también debía su nombramiento definitivo en el cargo de agente judicial. Pero cuando estaba a punto de terminar la casa, se convocaron unas elecciones que ganó el PPN (Partido Popular Nacional), el principal adversario del PD. Y seguro que para vengarse y hacer rabiar al conocido militante del DP Manchi Sanantonio, el PPN no mandó asfaltar el camino de marras. (Los sentimientos de venganza política en las Antillas superan con creces todo lo que los sicilianos —esos burdos héroes de la vendetta— son capaces de concebir en la materia.) A causa de sus partidas de dominó con Bubú Fiel, ferviente partidario del PPN; para mantener su influencia en Wakota en general, y quizá también para aumentar las probabilidades de que le asfaltaran el camino, Manchi redujo su activismo en el PD. Hasta tal punto que la gente del partido empezó a sospechar que se había pasado secretamente al PPN. Por eso, al poco tiempo, cuando a raíz de unas elecciones anticipadas el PD volvió a hacerse con el gobierno de la isla, las nuevas autoridades se negaron, aunque no públicamente, a asfaltarlo. En vista de que ninguno de los dos grandes partidos le ofrecía lo que tanto necesitaba para coronar su status, pasó a apoyar (encubiertamente) al partido que había cofundado su mujer y del que era gran simpatizante el antiguo querido de ésta: el URA. Pero ese partido, en cuyas filas militaban sobre todo jóvenes e intelectuales que habían estudiado en Holanda, resultó un fracaso. Un partido para follar, pensaba Manchi con despecho. En cualquier caso, el camino de arena que conducía a su casa seguía sin asfaltar y él acabó siendo políticamente neutro, con un comprensible resentimiento contra todos los partidos existentes.

       Luego estaban los gamberros y las cabras, que eran la misma calamidad para sus plantas y sus flores, y no sólo cuando los brotes atravesaban el cerco de hierro forjado.

       Manchi esperaba resolver ambos problemas, que no dejaban de depararle dolores de cabeza, cuando tuviera poder suficiente, aunque desde que ya no participaba activamente en la política no sabía cómo hacer para conseguirlo. ¿Quizá a través de su afiliación a La solidaridad? Cuando tuviera poder (¡el poder de un ministro o de un juez!) se encargaría de mandar asfaltar inmediatamente ese maldito camino de arena. Lo mejor sería el poder de un juez. Porque entonces podría mandar al reformatorio a esos gamberros vagabundos que arrancaban sus flores y que lamentablemente nunca conseguía pillar in fraganti. Y mandar matar a escopetazos las cabras que andaban sueltas por las inmediaciones de su casa.

       Manchi abandonó el porche y se fue a regar el resto de las plantas. Su tercer problema, y quizá el más acuciante, era el hecho de que como miembro de la logia La solidaridad no podría seguir jugando al dominó los domingos por la tarde en casa de Bubú Fiel, mientras que por otro lado su afición por este juego era demasiado grande como para dejarlo de un día para otro, o aunque fuera poco a poco.

       —Quizá demasiado grande —pensó para sus adentros mientras se agachaba para desplazar la manguera de un arbusto de trinitaria a una gayena. El cacareo que subía hasta él desde la casa de Bubú Fiel hizo que echara una mirada a través de las plantas y del cerco en dirección del valle: era Nora, que caminaba por el patio trasero de la casa echándole de comer a las gallinas. Soltó las ramas que había apartado para mirar y pensó sombrío:

       —Quizá lo mejor sea dejarlo.

 

 

 

Frank Martinus Arion (título original: Dubbelspel, publicado por De Bezige Bij, Ámsterdam, 1973)

© Traducción: Diego J. Puls 2001 (por encargo del Literair Productiefonds, actual Nederlands Letterenfonds [Fondo de las Letras Neerlandesas])