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UN CASO CRÓNICO DE SINESTESIA (2007)

 

 

Señoras y señores: 
 

La serie de conferencias que Jorge Luis Borges reunió en el libro que lleva por título Siete noches alcanza el número de la plenitud mediante la charla titulada La ceguera, rótulo por demás abarcativo. La ceguera, Borges, mi propia persona, mi obra y los posibles nexos entre los distintos elementos de esta enumeración son temas sobre los que me gustaría echar mi luz.

Guiado por el principio del lector que oscila entre la identificación por un lado y el disentimiento por el otro, comentaré de manera ya sea personal, ya sea literaria algunas de las cosas que dijo Borges en dicha charla. De este modo, espero diferenciarme de él en esos puntos en el sentido de que no sólo se aclare la imagen que ustedes puedan tener de él por lo que respecta al tema de la ceguera, sino también la de mi propia obra en torno a ese tema. Por eso, para ilustrar el discurso, he intercalado en esta charla algunos poemas de mi propia autoría. Poemas que, entre paréntesis, recitaré en mi lengua materna, el frisón, y que se presentan aquí en la traducción castellana de Diego Puls. Perdiendo ya a Borges de vista, desapareceré finalmente en unas reflexiones sobre las técnicas aplicadas en este oficio.

Borges comienza su charla aludiendo a la siguiente experiencia:

En el decurso de mis muchas, de mis demasiadas conferencias 

En estas palabras se anuncian al mismo tiempo un principio y un fin. El fin se refiere a Borges. Quiere decir que ha traspasado un límite, pues en realidad ya debería haberse retirado. En cambio, con la palabra principio me refiero a mí mismo: yo, que nunca antes he abordado una charla y que parto aquí de la suposición de que nunca llegaré a las demasiadas. Apuntando a su público en sentido amplio, Borges constata en la introducción de su charla:   

que se prefiere lo personal a lo general, lo concreto a lo abstracto.

Mediante esta constatación contenida en la frase inicial, Borges me dio la bienvenida a la fiesta de la identificación. Como esa identificación en sentido estricto tiene que ver también con el tema de que se trata, se merece una breve explicación. Permítanme hacer a tal efecto, por decirlo de un modo finamente borgesiano, algunas confidencias, que componen invariablemente la primera parte de la doble oposición entre lo personal y lo concreto expuesta por Borges.

En 1995 se publicó mi poemario bilingüe (neerlandés y frisón) Vreemde kusten / Frjemde kusten («Costas extrañas»), junto con el correspondiente CD De foardrachten («Los recitales»). Gracias a esa publicación, una parte de mi obra se volvió asequible para un público de habla neerlandesa. Y a la vista de que obtuvo, como suelen decir tan a la inglesa mis compatriotas, una acogida «nada mala» por parte de la crítica nacional, se acabó la tranquilidad que había caracterizado a los más de veinte años durante los cuales ningún periódico, aun habiendo publicado cinco poemarios, me importunó con preguntas sobre mi obra, mis problemas de visión o, lo que es peor, algún otro tema.

Y así se inició la caza frenética de lo personal, al estilo de «Hengist quiere hombres».

La timidez con la que debió de lidiar Borges no desempeña en mi caso ningún papel a la hora de contestar preguntas sobre cuestiones personales. Preguntas a las que, sin embargo, tan sólo puedo responder siempre y cuando se cumplan los requisitos de compromiso y equivalencia que impongo, es decir: han de conocer mi obra y, en ella, lo personal, para que esté garantizada la dignidad de una conversación abierta. En ese sentido, me he visto obligado a declinar numerosas solicitudes de entrevistas. Y si bien me tomaba mi tiempo y reservaba un espacio para motivar mi declinación, hube de comprobar una y otra vez (salvo honrosas excepciones, que también aquí confirman la regla) que se me recompensaba con reacciones de descontento y un curioso desdén. Por eso, por lo que a esto respecta, no puedo estar del todo de acuerdo con Borges cuando dice que la gente siempre se muestra amable con los ciegos.

Lo que, pese a todo, he aprendido de ello es tener paciencia ante la comprensión ajena – cinco palabras que cito aquí de mi poema Aankomst /«El arribo». Para ilustrar aquello de lo general y lo abstracto, me gustaría recitárselo, no sólo por esas cinco palabras o porque el poema de que se trata forme parte de un ciclo que escribí en Grecia, con un telón de fondo griego tanto clásico como contemporáneo (ciclo del que recitaré otro poema más adelante), sino sobre todo por la asociación premonitoria con Homero: 

El arribo 
 

En dirección opuesta a una bandada de ánsares nivales,

   y antes que su pequeño puerto espejeante volviera a ser de arena,

formando un paisaje de sal y algas marinas;

   alejándose de un solar patinado con su hogar de

cobre amarillo, a merced días y días de los vientos azules

   del norte, como el polvo de un campo primaveral

arado en otoño, alzó las velas para que el mar,

   administrando justicia sobre un alma que no

tolera las anclas, lo acogiera y que los rojos pabellones

   del velamen quemados por el sol escucharan las

impertinencias de Vizcaya, el gruñir perruno de

   Gibraltar y Atlas, o cola de paloma y timón crujiente

y renegón, hasta que contra un claro cielo crepuscular

   rompieran montes negros el fulgor de un infinito. 
 

Pura pasión estremeció varengas y cuadernas

   en una corriente de fondo de delfines. 
 

La paloma blanca que, forzada por la sed y el hambre,

   se había posado esa mañana en la cubierta, se fugó

por el ojo de buey de cobre de la cámara

   apuntando a la estrella polar, situada en el cenit de

donde emergía en penumbras una isla incógnita, como

   otrora la de Calipso para un hijo de Erisos, después

de sufrir durante nueve días y nueve noches el asedio

   del mar y de ocho puntos cardinales sentado

en los restos de naufragio de la viga de una quilla.

   El tiempo, que tomó cuerpo por existir todavía

la distancia, hizo que entre pueblo prendido y encrucijada

   repudiada los faros diminutos de un coche buscasen

perdidos estrellas, peces, como buscaba aún con ceño gris

  la playa una flota que zarpara por una mujer. 
 

En aquella búsqueda sin hallazgos, su alma

   se reconoció como isla bañada por otras islas. 
 

En el altar anochecido de la playa, donde con un

   recio golpe de placer de madera en arena atracó

su barca, en una catedral de rocas escarpadas, erizos

   y caballos negros cansados de trotar con estrellas

de mar entre las crines, un pequeño fuego con una

   mula y media de piedra y un hombre obsequioso

envuelto en una capa marcaron a hierro su arribo.

   Y así como sus manos, con ceremoniosa calma y

paciencia por la comprensión ajena, giraban el pincho

   con la carne de cordero; insuflaba su boca, de rodillas

siempre, el alma al fuego y mordisqueaban

   bonachonamente las rocas las mulas, así, invitándolo,

le habló aquel hombre, le ofreció su comida y,

   rompiendo el silencio, le dijo: Kalispera, file (1). 
 

(1) En griego, «Buenas noches, amigo» (N. del T.)
 

Existe identificación por mi parte también en las palabras de Borges, cuando habla de su propia ceguera: (cita)  

Mi caso no es especialmente dramático. Es dramático el caso de aquellos que pierden bruscamente la vista: se trata de una fulminación, de un eclipse... (fin de la cita) 

Mi identificación con esta declaración es doble. En primer lugar, comparto con Borges la experiencia de ir perdiendo gradualmente la visión con el correr de los años (en oposición con una pérdida repentina); en segundo lugar, me identifico con la relativización que el autor esconde en ella. (Por eso, debo decir que al maestro le cabría un amago de sonrisa en el semblante al expresar las palabras: «mi caso no es especialmente dramático».) Si definimos el drama como algo que ocurre en un determinado momento y tiene grandes consecuencias, la ceguera de Borges, o de cualquier otra persona, no resulta dramática, puesto que se trata de la llegada a una estación terminal después de un viaje de muchos, muchos años.

Por otro lado, y por asociación de ideas, me viene a la memoria un poema de Borges que expresa un sentimiento entre dramático y muy dramático, que es el siguiente: (cita) 
 

EL REMORDIMIENTO 
 

He cometido el peor de los pecados

que un hombre puede cometer. No he sido

feliz. Que los glaciares del olvido

me arrastren y me pierdan, despiadados.  
 

Mis padres me engendraron para el juego

arriesgado y hermoso de la vida,

para la tierra, el agua, el aire, el fuego.

Los defraudé. No fui feliz. Cumplida  
 

no fue su joven voluntad. Mi mente

se aplicó a las simétricas porfías

del arte, que entreteje naderías.  
 

Me legaron valor. No fui valiente.

No me abandona. Siempre está a mi lado

La sombra de haber sido un desdichado. 
 

Si bien Borges no se refiere aquí de forma directa a su ceguera (él, que, al contrario de mí, convierte a menudo la ceguera en el tema, o al menos en elemento constituyente de sus poemas) y si bien en su caso hemos de ser cautelosos a la hora de interpretar sus yoes, se me ocurre que éste es un ejemplo sangrante de un drama a largo plazo. Los dramas tal y como nos los enseñan los clásicos: de un crecimiento a menudo sostenido, a veces incluso salvando generaciones. Para terminar esta reflexión, quisiera observar que, naturalmente, no viene a cuento catalogar de dramática en público la propia situación, y Borges tampoco lo hace. Al contrario, como corresponde al autor, centra el drama en «el otro».

En determinado momento de su vida, a mediana edad, Borges comprueba que ha perdido las formas queridas en que se manifiestan las cosas. Y piensa: (cita) 

He perdido el mundo visible pero ahora voy a recuperar otro, el mundo de mis lejanos mayores, aquellas tribus, aquellos hombres que atravesaron a remo los tempestuosos mares del Norte y que desde Dinamarca, desde Alemania y desde los Países Bajos conquistaron a Inglaterra; ... (fin de la cita) 

Por más que me interesa la plástica del mundo antiguo, que Borges evoca aquí y que luego también plasmará en su obra, con esta declaración visionaria me siento identificado tan sólo en parte. Por un lado, debido a que sigo abrazando determinadas formas queridas en que se manifiestan las cosas y, por otro, debido a mi actitud divergente de la de Borges ante la literatura. Me refiero a que Borges, que incluso creó un Borges literario, genera, dicho grosso modo, literatura a partir de la literatura, mientras que ésta cumple en mi obra tan sólo un papel marginal. En mi obra –debería combatirse aquí con la mayor firmeza el impulso a compararla con la de Borges– las experiencias de vida ocupan el primer lugar, y sólo entonces viene la literatura (resultante de esa vida).

La vida. Tal vez sea demasiado abstracta. Pasemos a algo más concreto.

Si partimos de la base de que la juventud comprende el período que culmina con la tenebrosa edad media de los sentimientos en el transcurso de la pubertad, puedo afirmar que durante toda mi juventud tuve una buena visión, en el sentido visual del término. Hasta que la venenosa y negra víbora de la noche me escupió el ojo y padecí de ceguera nocturna. Después de un reconocimiento médico supe que tenía un 50% de probabilidades de quedarme ciego alrededor de los treinta años. Este conocimiento semiprofético intensificó enormemente mi pasión por la vida –que ya tenía–, con los consiguientes riesgos. La huida ante un horror que se va acercando me indujo a llevar, transitoriamente, una doble vida. De este modo descubrí la dualidad de la vida misma, lo que me condujo al poco tiempo a la relativización, la comprensión y el entendimiento. Un entendimiento que se reconoce en las palabras de Borges, cuando habla sobre el escritor o, lo que prefiero, sobre todo ser humano: (cita) 

Un escritor, o todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin y esto tiene que ser más fuerte en el caso de un artista. Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo. Por eso yo hablé en un poema del antiguo alimento de los héroes: la humillación, la desdicha, la discordia. Esas cosas nos fueron dadas para que las transmutemos, para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a serlo. (fin de la cita)  

Como si tuviera ojos en la espalda, Borges se detiene también aquí a contemplar la Historia con mayúscula. Pero existe otra historia con minúscula: la de ustedes, la mía. Y aunque aquélla despierta también en mí un gran interés (recuerden los ecos de Homero en mi poema «El arribo»), a mí, al contrario de a Borges en buena parte de su obra tardía, por sí sola la Historia no me basta: yo sigo buscando los nexos con las pequeñas historias de todos nosotros.

No obstante, Borges me llega derecho al alma cuando canta sobre Herman Melville: (cita) 
 

Siempre lo cercó el mar de sus mayores,

Los sajones, que al mar dieron el nombre

'Ruta de la ballena',... 
 

A mí, que invariablemente pretendo leer «los frisones» donde dice «los sajones», nada menos que un argentino me catapulta en el tiempo y en el espacio hacia la costa marina meridional de la isla donde siglos después vi la luz por primera vez. La isla donde la «d» era también un sonido doble que se escribía «th», un sonido que proporcionaba a Borges y a sus estudiantes cierta excitación cuando empiezan a estudiar una lengua antigua, sobre la que Borges dice en su charla: (cita) 

Nos encontramos con un idioma que nos pareció distinto del inglés, parecido al alemán. (fin de la cita) 

Ésa es mi lengua, pensé, relativamente excitado también yo. Una lengua marítima, que a través de los tiempos grises como la arcilla marina se amalgamó al continente con su correspondiente isla, una lengua marítima que, no obstante, no perdió el espíritu del mar. Un espíritu que me vuelve a la memoria en las palabras: (cita) 
 

Lo que fue alguna vez un mar de olas,

hecho tierra, varios siglos atrás,

es ahora un mar de hierba ondulante,

de tiempo, que aún a los vientos sal,

... (fin de la cita) 
 

Sin embargo, también el espíritu del «ser isleño» que llevo dentro de mí se identifica todavía con el espíritu de sus habitantes. Un espíritu que el mar sigue bañando. Un espíritu que se expresa en una lengua que pertenece al mar. Una lengua que hasta el día de hoy aquí, en la isla de Gabriola, sigue siendo una isla.

¿Y qué hace un isleño que, sumido en la miseria, se reencuentra consigo mismo tras los temporales que azotaron el mar y el espíritu? Como hasta el día de hoy se hace a la mar, para ser depositado en costas extrañas. A modo de ilustración de lo expuesto y de breve introducción sobre el ritmo, quisiera recitarles el poema que da nombre al poemario antes mencionado: 
 

Costas extrañas 
 

   Suspendida de negros cables de acero, las cabrias

elevaron la noche por encima del mar y el puerto.

   De emitir los chillidos de las gaviotas, que dormitan

en el agua, se encargan ahora unas muchachas que,

   taconeando, se abalanzan sobre los estibadores.

El viento, cargado de sal y lenguas foráneas, enfila

   obligadamente cual vendedor ambulante las

calles de agua de la ciudad, rozando los muelles

   donde los Houdini de la navegación de altura

se quitan rápido las ataduras de la marejada larga,

   y los callejones, buscando corazones sin salida,

para luego, frívolo, irse de parranda con los olores

   a lavanda, a cuero, a ajo, a tabaco y a gasolina.

Los atestados muelles y el final cansado del verano,

   el desencuentro de las cabrias y las cabras: hay un

marino que busca, que es aún marinero de agua dulce. Yo. 
 

   Deambulo horas enteras por la zona del puerto,

bebo en los bares de las dársenas: bajo una capa

   de noche y de neón, mujeres rojas navegan

en los coyes del barco chatarra El mundo

   (con rufianes atendiendo las bombas que

achican las lágrimas). La barca ahuecada de la luna

   se instala fríamente en los continentes australes,

que en las cartas hidrográficas de mi recuerdo

   han señalado tesoros con los nombres de

puertos, gaviotas aspaventeras, los ojos grises

   de una madre que se ha pasado al otro lado.

Sí, todos los puertos se parecen, ya lo sé,

   y del mismo modo las mujeres que roban plata.

Ven, cariño, me llama una. Eso lo dicen todas, en

   todas partes. No, prefiero estar en casa, aunque

sea una sola noche, y espero atentamente un taxi.  
 

Impulsado por su ritmo ciego (algunos creen oír en él el oleaje del mar), mi barco, hecho de sonidos e imágenes, va a dar a un lugar que quisiera llamar «terrenidad», es decir, es depositado en los bajíos húmedos de la tierra que hay en mí, mientras que el raquero Borges se ha llevado ya sus hallazgos a los desvanes solitarios de la filosofía para ponerlos a secar. En efecto, el ritmo ciego, ese largo oleaje del sentimiento, que no necesita ver, ¿no podría ser también el ritmo del ciego? Lo que podría aducir en respuesta a esa pregunta, basándome en mi propia experiencia, es el hecho de que mi oído (y con él mi sensibilidad por lo oído) se ha ido aguzando a medida que he ido viendo menos. Dicho de otro modo: el oído ciegamente en busca de su ritmo.

Borges pasa revista en su charla a una serie de ciegos ilustres: Homero, Milton, Prescott, Paul Groussac, James Joyce. Quisiera ahondar aquí un poco en dos de ellos, a saber: Homero y Milton. En Homero no tanto por motivo de su presunta ceguera, sino por causa de su asombrosa visualidad en relación con su igualmente asombrosa musicalidad. Y en Milton, en cambio, debido a la función que desempeña en su obra la memoria.

Refiriéndose a Homero, dice Borges: (cita) 

Las tradiciones son unánimes en mostrarnos un poeta ciego; sin embargo, la poesía de Homero es visual, muchas veces espléndidamente visual;... (fin de la cita) 

O sea, la ceguera en relación con la visualidad. Parecería tratarse de una contradicción, pero justamente por eso posee una fuerte carga sugestiva (al igual que el concepto derivado de ella del «poeta ciego»). Es, en realidad, poesía en sí misma. A fin de cuentas, ¿qué combina mejor con un poeta que la poesía? Ésa sería aquí la pregunta retórica. Exceptuando a Homero (de quien no lo sabemos a ciencia cierta, aunque tengo mis sospechas), los ciegos ilustres antes mencionados fueron todos videntes en un principio y enceguecieron a edad avanzada en cualquier caso. Dejando en el medio la pregunta de si esta constatación nos permite rehabilitar en parte a Homero como poeta vidente, Borges, que en ese sentido se atribuye a sí mismo modestamente una «vaga erudición», tampoco nos presenta a un poeta ciego de nacimiento que escribió poemas visuales.

Entre paréntesis, el que no se es un poeta ciego, sino que se es catalogado como tal únicamente por los demás, es algo que me ocurrió por primera vez a finales de los años setenta, en concreto por parte del conocido pintor holandés Sjoerd de Vries, por cuya obra siento una profunda admiración (y que a la sazón era todavía capaz de ver relativamente bien). Tardé poco en darme cuenta de que no había hablado en el espíritu cínico característico de aquellos años. Para él sigue tratándose de una mezcla de epíteto y terrenidad. Una terrenidad isleña que compartimos: cada cual confecciona lo que ve su sensibilidad.

Por otra parte, esa sensibilidad pictórica suya se percató de que la visualidad de mi obra poco tenía que ver con el deterioro de mi vista, si bien debo añadir aquí que existe, naturalmente, cierta relación entre ver mal, por un lado, y la imaginación, por otro. Cabe pensar, por ejemplo, en el lugar y la función (distinta de la de Borges) que ocupan los sueños en mi obra, o en un verso como: vleermuis zijn blindtikkende wind («el viento del ciego aleteo del murciélago»), o en una imagen nacida de una percepción imperfecta: «vacas que cual osos polares herbívoros arrastran torpemente bolsas de carbón rumbo al invierno...», etc. Sea como sea, esa visualidad me es propia hasta en lo más profundo de mi ser, y la esencia de la poesía está en el interior de uno.

En relación con ello añade Borges, refiriéndose nuevamente a Homero: (cita) 

Podemos pensar que Homero no existió pero que a los griegos les gustaba imaginarlo ciego para insistir en el hecho de que la poesía es ante todo música, que la poesía es ante todo la lira, y que lo visual puede existir o no existir en un poeta. (fin de la cita) 

Al contrario de los poetas mentales cerebrales, que, si bien desde otra perspectiva, me interesan también en gran medida, mi obra se caracteriza por lo visual. Una parte esencial de esa visualidad la constituye mi sensibilidad a los colores. De ahí que la visualidad de mis recuerdos, por ejemplo, sea igualmente colorida que la realidad que los motivó. Esos recuerdos son pintorescos en el sentido naif de una realidad no pintada (o, al menos, no todavía) – abigarrados y de carácter cambiante con cada variación de la luz, como la hierba en su verdor, el semblante del mar, multiplicado por mil.

De lo que acabo de exponer podría llegar a deducirse que, a medida que mi visión disminuye, la fuente de mi visualidad se va secando; que, en sentido amplio, mi obra más reciente es menos colorida o que, por lo que respecta a esa obra, tan sólo sé echar mano de imágenes plasmadas en tiempos remotos (como me han sugerido en varias ocasiones que ocurre, aunque disfrazado de interrogación). No seré yo quien lo contradiga, sino mi obra más reciente. Todo lo que percibo con otros sentidos que no sean la vista, lo visualizo. Podría decirse que se trata de un caso crónico de sinestesia. Por citar un ejemplo: el equilibrio justo entre la voz y los distintos instrumentos del conjunto en el que toco, al final de la prueba de sonido antes de una presentación, lo percibo en colores de un rojo intenso, amarillo dorado, marrón brillante, verde alternando con azul, blanco que quiere convertirse en plateado.

Y de este modo hemos construido un puente entre la visualidad y el sonido o, en sentido amplio, la musicalidad de la lira del poeta. Borges no revela, lamentablemente, cómo se relacionan entre sí la visualidad y la musicalidad en la obra de Homero; sin embargo, yo sí quisiera dedicar dos palabras a este tema, puesto que aun después de casi 3.000 años sigue influenciando mi obra.

Es bastante evidente que debemos situar a Homero en una tradición oral ancestral, es decir: lo que él escribió estaba destinado a ser narrado. Aparte del aspecto épico –la continuidad de los acontecimientos que han de atrapar sin interrupción a la audiencia–, cabe dar por supuestos dos requisitos. En primer lugar, la magnitud de la narración hace que el narrador, para poder memorizar su texto, necesite de algunas herramientas, a saber: la rima y, a continuación, más refinadas, las aliteraciones (muy presentes asimismo en los textos frisones antiguos) y las asonancias. En segundo lugar, el ritmo, sujeto a variaciones continuas en sí mismo, dependiendo del contenido de la narración. Ese ritmo, mezclado con los sonidos que van entreverándose, es la percha que el narrador utiliza para colgar su narración, para poder transmitir con facilidad a su audiencia las expresiones que requiere la narración y que evocan los contenidos. Es precisamente esa facilidad la que refuerza y transmite la sugestión de autenticidad, como el acróbata circense (que con su aparición ya ha suscitado la concentración necesaria), que ejecuta sus saltos mortales como si no le costaran el menor esfuerzo.

Borges ahora pone en boca de Oscar Wilde las siguientes palabras: (cita)  

«Los griegos sostuvieron que Homero era ciego para significar que la poesía no debe ser visual, que su deber es ser auditiva». (fin de la cita)  

Si bien Wilde (¿o se trata aquí, al estilo de Borges, de Borges encarnando a Wilde?) mantiene una reserva al decir que la poesía «no debe ser visual», me veo obligado a disentir con al menos uno de los dos señores, partiendo en cierto grado de mi experiencia en el ámbito de la declamación de textos. En mi opinión, el propio Homero rebate esa afirmación, precisamente porque en él la visualidad y lo auditivo se funden de un modo muy natural, en armonía, protegiéndose mutuamente de la sobrevisualización por un lado y la sobremusicalización por otro. Porque precisamente en esos momentos de exageración dictada por el contenido, el narrador, tarde o temprano, pierde a sus oyentes.

Lo visual, lo auditivo y lo épico de Homero representan tres aspectos que también desempeñan un papel en mi obra, que más de una vez ha sido catalogada de épico-lírica. Si bien es cierto que, en el plano épico, mucho les debo en primer lugar a los narradores de historias de la tradición oral de la que procedo, y en segundo lugar a los grandes narradores de historias clásicos, mis textos –a veces muy extensos– no dejan de ser demasiado breves para volverse épicos. Pensando en Homero, lo fantástico o lo mítico del narrador estriba en el hecho de que no se involucra en la narración. Nada de eso: habla de sí mismo tan sólo de forma indirecta. Esta posición del narrador es la que más me convence (desde dos puntos de vista, que miran ambos hacia la misma cosa: lo poético). En primer lugar, el narrador crea con su actitud reservada un espacio para la comunicación, para lo humano, lo universal. En segundo lugar, el creador de la narración, que luego se convertirá en narrador, se forja un espacio para subordinar completamente su yo poético al personaje del texto.

Por lo que respecta a los efectos de lo visual por un lado y lo auditivo por otro, quisiera contarles muy brevemente en relación con lo épico-lírico algo sobre mi modo de trabajar. De una imagen que, de alguna manera, me ha conmovido, nace una idea. Esta primera idea no la apunto. Nunca lo he hecho, porque si es buena, me seguirá molestando. Una vez que ha madurado, por fin sí la apunto, de un tirón, desde mis entrañas. Dejo reposar por un tiempo el resultado, para manirlo como se deja manir unos días una liebre antes de comerla. Siempre se presenta un buen momento para releer el texto, a veces años más tarde. Si todavía me dice algo, si aún conserva su alma, me pongo manos a la obra con él. Hasta aquí la poesía.

Luego viene la parte del oficio: percibir cómo pretende plasmarse la idea y en qué forma, con qué aspecto. Llegado a ese punto, ya me sé todo el texto de memoria. Mientras trabajo debo guiarme por el ritmo por un lado y, por otro, por el contenido. Lo hago en voz alta, para sentir el ritmo físicamente, y también para sentir cómo quieren las imágenes que las elabore y cómo quieren fluir las frases. Aquí, lo visual toca de un modo natural lo auditivo y viceversa. De haber una imagen hermosamente expresada que, sin embargo, pronunciada en voz alta no desea plegarse al sentimiento del ritmo, dicha imagen, por más hermosa que sea, habrá de ser reformulada. Y aunque esto suele poder resolverse con relativa rapidez en el nivel del ritmo y la sonoridad, ocurre a menudo que la nueva imagen, por más hermosa que sea, no sirve, sencillamente porque no se reconoce en el espíritu del texto en su conjunto. De corazón y con el corazón, el poema ahora podrá escribirse, conservando el viejo espíritu del texto, hasta obtener un todo tal que resulte un universo poético autónomo, un universo que se explica a sí mismo, únicamente a través de su aparición, mientras que el escritor se reduce a sí mismo a un simple punto. Así también, y hasta aquí, Homero.

Y para terminar: Milton. En su extensa exposición sobre John Milton, Borges toca el tema de la memoria (sin ahondar en él de forma personal, lamentablemente). Dice al respecto: (cita)  

Pasaba buena parte de su tiempo solo, componía versos y su memoria se había acrecentado. Podía tener cuarenta o cincuenta endecasílabos blancos en la memoria y luego los dictaba a quienes venían a visitarlo. Así compuso el poema. (fin de la cita)  

A veces, la identificación y la emoción van de la mano, como me sucede a mí en este caso. Una emoción que, a este respecto, se sustrae al remolino de lo sentimental por la sobriedad que percibo en la manera de trabajar de Milton o, como saben expresarlo tan atinadamente los habitantes de mi isla: «si no puede hacerse como se deba, que se haga como se pueda». Sé perfectamente (y les daré un ejemplo, a modo de conclusión de esta charla) que a Milton, una vez que había perdido el paraíso de la luz y «a medida que su memoria se incrementara», le resultaba pan comido recordar todos esos versos. Esta afirmación un tanto atrevida merece una breve explicación.

La experiencia me ha enseñado que la gente suele extrañarse de que alguien sea capaz de memorizar tantos textos. Es comprensible, aunque no se dan cuenta de que confunden lo humano con lo animal. Como ya he expuesto anteriormente, las funciones de los sentidos se intensifican con la pérdida de alguno de ellos. Así, mi instinto de conservación, sumado al impulso que emana de los objetivos que se impone el ser humano o que le imponen los demás, hizo que se reforzara mi memoria. Esto sigo percibiéndolo como un proceso animal. Se trata del aspecto animal en el hombre, que impide que se convierta en un ángel (con el permiso de ustedes).

Y ahora, pensando en la memoria de Milton, y para terminar recurriendo al mismo estilo que al principio, quisiera enlazar una vez más lo personal con lo general y lo concreto con lo abstracto.

Hace mucho, a altas horas de una noche de estío en Grecia, empecé a escribir el poema Van overzee en verder («De ultramar y más allá»), que integra el mismo ciclo griego que «El arribo», el poema que recité anteriormente. Esa noche llegué hasta el verso siguiente: (cita)  

...los brazos que ya capitulan ante la retirada del agua, a ti, Afrodita del Caribe. (fin de la cita)  

Si bien sabía, como le ocurría también a Hemingway, cómo iba a continuar al día siguiente, ese día tuve que emprender un viaje inesperadamente. Una vez llegado a destino, en un lugar sumamente apartado, tuve que quedarme más de lo que había pensado. Como el texto que había empezado a redactar me seguía molestando y no disponía de los útiles de escritorio necesarios, me vi obligado, como Milton, a hacer de la necesidad virtud, terminando de escribir el texto en mi memoria y dictándolo a quienes venían a visitarme: 
 

DE ULTRAMAR Y MÁS ALLÁ 
 

   Una carta, un vuelo, un venir bajo las chapas

de nuestra cabaña escondida en un huerto de olivos,

   por la tarde, en una isla bañada por las olas de un

archipiélago mediterráneo: once días tú, cálida

   y madura como los frutos que acarreas. Tus ojos

ahuyentan la luz más negra de un hombre, y circunda

   tu boca un toque de volar holandés, que se vaporiza

como el polvo calcáreo caliente del camino que te trajo

   y se vuelve en sí mismo con el tractor azul

de la aldea marina, tractor, otra vez camino al mar. 
 

   Después del rojo beber en el altar de la sombra verde

oliva, junto al pozo vacío a pleno sol, con vistas a

   lo que nos contempla, mula y mujer, una bandada

de pavos balbuceando un japonés macarrónico junto a

   una Suzuki de doscientos cincuenta cc, comentando

las dos jetas de la isla o, entre risas, la ubicación de dos

   amigas y un hombre en la vieja moto bajando en

volandas el sendero sinuoso hacia el murmullo de la bahía

   con sus olas de metro y medio sin viento, ni un soplo,

de una tempestad lejana, de un ayer para siempre, el mar. 
 

   Y con tu rostro oscuro refulgente que descubre ahora

entre chillidos, ola tras ola, el blanco coral de tus dientes

   hacia ojos quietos debajo del verde sombrero de cazador

de la costa, te veo con el agua hasta los tobillos en la panza

   contenida del mar, entre dos olas cuajadas como recuerdos

de viaje, en una fuente esplendorosa de concha de vidrio azul

   ovalado, tu blanco y ceñido traje de baño remangado hasta

la oscura «o» de tus caderas, los pechos tremendamente

   desnudos y los brazos que ya capitulan ante la deriva

enfurecida del agua, a ti, Afrodita del Caribe. 
 

   Tanto porque te hablan como porque te seducen los nombres

de los barcos fondeados en el puerto de verano que, con finos

   trazos de su pluma, inmortalizó hace un par de siglos ya

definitivamente zarpados Hércules Seghers – Zakynthos,

   Kilini, Kastor / Pollux, Stardust, Aspropirgos -, te has

apostado (tacones altos, la mano apoyada en la cadera,

   bañada por el sol de septiembre y una brisa que a las claras

quiere arrebatarte el vestido largo blanco de verano cual botín

   de caza de tus formas heredadas) en el muelle contra los

vendavales de invierno y desafías las redes de los pescadores. 
 

   Al caer la tarde, cuando la oscuridad arrea como hace un

momento a las ovejas y al pastor por los antiquísimos olivares

   del recogimiento; la cabaña de chapas se calienta más

que el pozo de piedra junto a las sillas mudas y los bandidos

   de la libido reflexionan ya sobre la cárcel de la noche, tú,

desnuda hasta la vergüenza, atrapas una culebra negra y te ves

   envuelta en una lucha con el agua (vidrio negro que hace

aún más negro tu negro cuerpo) y con nosotros, mientras

   a nosotros, fríamente, la sal marina se nos enjuaga de la piel

asustada y el gozo en chorros hace que gritemos y nos llueva. 
 

   La penumbra encorvada, que huele a madera y mar,

cierra los huertos ayudada por los perros gruñones atados

   a sus cadenas, suelta las ratas y, desde la bodega de un

barco hundido a gran profundidad, la luna, escuchando

   en el borde del pozo murmurante la plática ininteligible

de dos amigas que se visten mutuamente, estallando

   varias veces de la risa elocuente que sale de la

cabaña, y huele, inesperadamente, a través del pensar

   en el mar y la madera, el aroma de nuevas pelambres

y flores extrañas que colorea esta muda penumbra. 
 

   Bajo la pérgola de la salamandra y los racimos de uvas

maduras que evocan una imagen veterotestamentaria,

   a la luz espectral de una candela proyectada sobre

la vieja muralla donde Don Sismo ha grabado

  su homérico autógrafo, tú yerras, tu blanco vestido

de baile recién puesto, tus carnosos y ansiosos labios,

   alejándote de esta isla hacia la tuya caribeña,

con manos que describen con cada vez más alharaca

   su historia, tu origen, y ojos de fuego que alguna

noche atrajo a un barco de un continente ignoto. 
 

   Y luego, en la henchida algarabía de la fiesta pobremente

iluminada de los bueyes, los carneros y los machos cabríos de los

   campesinos y los matarifes de ovejas y cabras que habitan

las licenciosas colinas que circundan el caserío, tú navegas bailando

   en los brazos españoles de un capitán de navío varado (que

algún día escapó de las ruines ratas chilenas y se pavoneaba

   hace poco ante los atónitos aldeanos llevando de una cuerda

a dos culebras), ligera como una mariposa, hacia la noche, allende

   los mares para – ¡oh, estrellas! – zozobrar en el amor, ser arrojada

por el mar como una carta embotellada a la playa de tu Curazao: 
 

   ¡Ay, mi madre!, reina un silencio mortal, como con agua

de cristal a mi alrededor y peces mudos con, ¡oh!, la boca

   abierta de par en par bajo la costa aletargada de Koraalspecht;

un silencio como del grillo y la noche embarazada de él,

   de luz del día que hurga en lo hondo y me levanta en andas

temprano por la mañana junto al fuerte Nassau, donde el viento

   sopla de arriba buscando tu morada en Santa Rosa;

un silencio como de estas letras en tu regazo, en el jardín

del tango dorado y transparente del mango con

los altivos alisios del norte, de ultramar y más allá. 
 

   En la más completa soledad, como la esquiva iguana

trepada al sentebibu bajo el sol del mediodía

   (que a diario sueña en dos la rápida jornada),

entre los cactos robustos, mi corazón. Pero canto, bailo

   toda la noche, voz y entraña de una ciudad portuaria

con aliento a pescado y a mar, azul melancolía masculina,

   la leyenda de una mano blanca, mano de marino

en mi hombro negro que la sostiene y que es dúctil pero tenaz

  como el watapana, de tanta espera palpitante

y de mi esencia de mujer debajo del tamarindo. 
 

   Y en el murmullo de las rompientes de ambas islas

(¿mantendrá el corcho al espíritu dentro de la botella?)

   mi sangre, que arrebata mis pensamientos sin darme

cuenta, me conduce al mar, pero ya no sabe quién produce

   tanto escándalo (si los niños en la playa, las gaviotas

disputándose un pescado o los delfines en la bahía) – hasta que

   de pronto, meciéndose en la arena de mis sueños, mis once

bandidos cantan: «Quen, quen nos que tuma que tuma que tuma,

   quen, quen,» formando un círculo en la penumbra bajo un árbol

junto a un pozo en una nube sobre un barco en una botella. 
 
 

(Traducción: Diego J. Puls)