Menu Content/Inhalt
EL GANDUL DE BRUJAS

 

 

La odia porque la ama, porque ella le ha educado y le ha exasperado al no poder alcanzarla cuando la necesitaba, porque le ha usado para sus propios fines, porque le ha sido hostil, porque hablaba de él a sus espaldas, porque le difamaba, porque no le dejaba esconderse detrás de sus faldas, porque es una amable prostituta que quiere a todo el mundo, porque él no es para ella sino uno más del montón, porque es hermosa y perfecta (y él no lo es en absoluto), porque le aplasta con su peso y le deja en la sombra.

 

¡Qué ciudad más hermosa! ¿Tú naciste allí? Ah, y le sacan unas fotos preciosas, más bonitas que el viaje. Fotos sin bolsas de basura. Siempre con máquinas distintas, sacan las mismas fotos en los mismos sitios.

Por supuesto que es una ciudad hermosa. Como toda ciudad donde no vives. Te da la sensación de estar vivo. Aquí ves lo que pasas por alto en otras partes. No te aburre, porque no se presenta la ocasión. Es una amante que por la mañana se marcha. Pero a él no le basta que sea hermosa.

 

La traiciona. La traiciona cada día. Visita otras ciudades que le parecen más auténticas, menos estériles. Ciudades a las que no les preocupan tanto los cosméticos, ni la impresión que causen. Ciudades que no posan. Ciudades más imponentes y desafiantes, donde te puedes perder, donde hay más espacio y más luz, más altura y mayor calado, donde hay ríos que fluyen por ellas, donde se ciernen sobre el agua puentes más grandes, donde hay vistas majestuosas y panoramas sorprendentes. Pero se ve obligado a compararlas a todas con la ciudad que le parió y le amamantó y de la que no logra desligarse: la lleva cincelada detrás del apellido y junto a su fecha de nacimiento. Su punto de referencia permanente, que él no ha elegido, como tampoco ha podido elegir a sus padres ni su fecha de nacimiento. Por eso también es exigente con las otras ciudades. No le basta que sean hermosas.

 

Nació en la ciudad equivocada. Como allí no podía respirar, la abandonó. Quería librarse de ella. Quería quitársela de encima como quien muda la piel. Por eso ha renegado de ella. La ha tratado de puta. Ha hablado mal de ella. Ha inventado mentiras para vengarse de ella. En Gante ha dicho que Brujas era una ciudad muerta, añadiendo con zalamería: «Preferiría vivir en Gante». Cuando se ha encontrado en otra ciudad con algún brujense emigrado, ambos han criticado su ciudad con ahínco. Consideraban que se les había quedado pequeña. Ya no soportaban su aire pequeñoburgués. Sofocante. Pocas oportunidades. Provinciana. Una ciudad limpia. Una ciudad hipócrita, sin prostitución, sin bares gay, sin violencia callejera. Una ciudad que se colorea sin salirse de las líneas.

Su ciudad natal es una telaraña

que lo captura y no lo suelta

cuando camina por sus calles,

inclinado, avergonzado, deprisa,

 

culpable por haberla traicionado.

Cuando la abandona

la tela se le queda pegada a los pies.

No puede salirse de su atlas.

Ha huido de la ciudad. Voluntariamente. Adrede. Con decisión. Sabía adónde iba: lejos. Ahora vive en un pueblo que es de otros y se ha convertido en «el brujense» que no quería ser. Aun al cabo de una década sigue siendo «el brujense» y sigue sin pertenecer al pueblo. Como si supieran que algún día ha de partir.

El pueblo tiene una estructura sencilla: hay cuatro caminos y donde se cruzan están la iglesia, el bar, una carnicería y una panadería. Su ventana da a un paisaje que puede contemplar con toda tranquilidad, porque no hay nada que le recuerde su ciudad. El recuerdo de su ciudad es un ovillo. Un ovillo inextricable de personas, caminos, orígenes, destinos, historias. Por fin ha logrado escapar de ella. De su mirada, de sus pretensiones, de su ansia de encapsularle en su historia. De sus vasallos que le menosprecian y para quienes nunca será lo suficientemente bueno, puesto que es de su misma ciudad. Ellos son sus hijos predilectos, sus legítimos herederos, las niñas de sus ojos y fieles guardianes. Llevan el nombre de su ciudad natal como título honorífico. Como una condecoración. Como si fuera un mérito. Se hinchan de orgullo si pueden decir dónde nacieron. Piensan que la fama y la belleza de la ciudad se reflejan en ellos. Por eso saben lo que es bueno para ella: todo lo que también es bueno para ellos. En cualquier caso, él no es bueno para ella. ¡Prefieren abrazar a un forastero! Un forastero que canta con ellos en el coro y dice cuán hermosa es.

La casa del poeta

 

No soy el poeta de una casa

o de un jardín, de un país o de una ciudad.

No soy el poeta de una mujer,

de una revolución o de una historia,

ni de una colección de conchas o de piedras,

de libros o de imágenes.

 

No existe otra casa sino ésta,

otro jardín que no sea éste.

Cualquier mujer que se identifique con esto

cualquier historia que se repetirá.

No existe ninguna otra colección

que no sean palabras contenidas por poemas.

Ella ya no necesita a ningún poeta para que le diga lo hermosa que es. Ya la nombran en sus obras Dante, Rilke y Yourcenar. Con eso basta para la eternidad. Aunque sí envidia a Dublín por haber tenido a James Joyce. Le habría gustado cambiar a Georges Rodenbach: le ha deparado una mala fama que la persigue.

 

Él se escapó para no tener que escuchar a los poetas, a los vivos y a los muertos, para no tener que ver a los escritores que tienen echado el ojo a sus temas. No soportaba que en su ciudad trabajasen otros escritores. Le quitaban la luz. Oía el crujir de sus plumas y eso le ponía los nervios de punta. Cuanto más se aleja, más se tranquiliza. En su pueblo de adopción no esperan nada de él. No se le quedan mirando. No esperan ningún poema suyo, no esperan ningún poema en general.

A su vez, él no espera nada del pueblo. Delante de sus ojos están construyendo un establo. Un establo de hormigón. En cosa de pocos días se levantará allí un mamotreto de color gris: un establo de varios metros de alto que le amputará el paisaje a la izquierda como si fuese una anteojera. Es primavera y el aire está preñado de un perfume con fuertes notas de estiércol porcino. Un poco más allá languidece el honorable Señor Molino. Disneico. Impotente. Sus aspas se consumen. Sus anchos hombros, verdes de musgo. Él no se echa a la calle para denunciarlo. Que hagan de su pueblo y su pasado lo que les dé la gana. Al fin y al cabo, el pueblo no es más que una madrastra y él tan sólo un hijo adoptado. No hay que pretender unir tripas ajenas.

 

Tanto Hugo Claus como Paul de Wispelaere nacieron en Brujas y le volvieron la espalda. No dejaron huellas tangibles. Si bien ambos recibieron el Premio de las Letras Neerlandesas, el principal galardón de la región lingüística, la ciudad se mantuvo impávida. Christine D’Haen, que obtuvo el mismo premio, no vive en Brujas: se mantiene allí oculta. Esta poetisa se resiste con desesperación al escándalo de los cocheros que pasan retumbando cada cinco minutos por la puerta de su casa, recordándole la mentira llamada Brujas. En su ventana tiene colgado un papel amarillento y arrugado, con el siguiente texto:

«O, Brugse stadskoetsieren,

Wilt spreken en niet tieren!

 

Ô Bruges, tes cochers, par amour de leur ville,

Nous diront ta beauté d’une manière tranquille.

 

Coachmen of Bruges, for us who live here,

lower your voices and silently veer.

 

Der Kutscher, der hier leiser spricht,

liebt seine Stadt, und stört sie nicht.

 

 

Cocchiere,

tacere!

 

¡Oh, cocheros de Brujas,

no chilléis como brujas!»

Los coches de caballos circulan entre los automóviles, deslizándose por el empedrado pulido, copia civilizada de los adoquines originales. Los turistas están sentados con una mantita cubriéndoles las rodillas, escuchando con caras de borrego cómo el cochero declama a la altura de su casa una y otra vez en seis idiomas la misma cantiela, que desciende sobre ella como un flagelo.

 

En Brujas tienen estatuas Guido Gezelle y Maurits Sabbe. Ya no pueden rebelarse. Están muertos. Georges Rodenbach nunca ha tenido en Brujas estatua alguna y Hugo Claus nunca la tendrá.

 

Bart Moeyaert, brujense de nacimiento, es el poeta oficial de la ciudad de Amberes. Brujas no necesita de poetas oficiales. Dicen que su tamaño no alcanza para tenerlos.

 

¿Qué más habría podido escribir en Brujas? Todos los edificios han sido desvalijados, todas las calles son caminos trillados, nada queda ya por descubrir o describir. El patrimonio está inventariado. La historia está acabada. ¿Quién debería ceder su sitio? ¿Jan van Eyck, Hans Memling, Miguel Ángel? En la escuela, el maestro declamaba versos del gran poeta Guido Gezelle, nacido y fallecido en Brujas, y lo hacía con gran devoción y respeto. Más tarde, otros profesores narrarían una y otra vez la misma historia, hasta que acabó siendo un muro imposible de atravesar, o aun de salvar, y alrededor del cual había que dar un rodeo. Brujas había tenido en la figura de Guido Gezelle lo mejor que podía sucederle. Era preferible no hacerse ilusiones. El museo estaba completo y ya no quedaba sitio.

 

La abandonó igual que el mar, que se alejó de ella definitivamente. La arena cegó el Zwin, el antiguo brazo de mar, y Brujas quedó atrás cual amante despechada, cual viuda amargada que siguió vanagloriándose de su hermosura sin darse cuenta de que iba perdiendo la gloria a medida que el mar se retiraba más y más. Enarenarse es sinónimo de estancarse. Con todo, necesitaba del mar por el viento que allí sopla.

 

La abandona como quien vive a orillas del mar y quiere marcharse a la montaña y como quien vive en el interior y anhela el mar. El resultado de tales ilusiones: desasosiego y largas caravanas. Y a veces también poesía, en algunos casos aislados.

 

Él sabe que la decepciona, pero luego ella se merece ser decepcionada. Es demasiado autocomplaciente. Prefiere mirarse al espejo en lugar de mirarle a él. Pasa de él. Sabe que él no puede abandonarla, que no puede dejar de contemplarla.

 

Si intentase cortejarle, él no se fiaría. Dudaría de su integridad. No quiere que se le insinúe. Una ciudad es, al fin y al cabo, un telón de fondo y no un tema. Es un medio de subsistencia y no un objetivo. Es natural que esté donde está y ha de ser modesta.

 

No es verdad que él la haya abandonado. La necesitaba. Fue ella quien le desterró. A él, el sabihondo y contestatario. Le echó de casa. Le puso de patitas en la calle. Sus ojos echaban fuego porque la había ofendido. ¡Ese orgullo herido! ¡Esa vanidad! Le desterró por haberse rebelado. No vio que la amaba. Repudió a su propio hijo, que ansiaba ser mimado y consentido por ella.

 

La abandona porque sabe que de todos modos ella no se marchará. Siempre podrá volver a su ciudad natal. La conservan primorosamente. Le quitan el polvo. La momifican. La catalogan. Ni siquiera hace falta que él le saque fotos.

Poema para quien no es de la ciudad

 

Quien no es de la ciudad

saca fotos como si mañana fuera a desaparecer

no guarda recuerdos de calles ni de plazas

contempla con sorpresa el pescado en el frío sillar

no entiende los pregones de los pescaderos

piensa que los vecinos hacen encaje de bolillos y comen caramelos

no tiene parientes ni le reconocen

no necesita detenerse para intercambiar palabras dulces

sostiene la mano de su chica con total despreocupación

la besa en medio de la calle.

Quien no es de la ciudad

escoge un restaurante y un hotel.

El amor es para quien no es de la ciudad.

Él es de la ciudad. Reconoce gente que le reconoce y se cruzan sin saludarse. ¿Por qué? Porque piensan recíprocamente que ya no se conocen, lo cual es absolutamente ridículo, puesto que seguirán reconociéndose, quieran o no. Porque en la mirada del otro se reconocen a sí mismos, sus propios fracasos, su descontento, su impaciencia. El otro es un gris y apergaminado recuerdo de la infancia, del primer amor, de la primera desilusión. El otro es un pobre diablo que no ha logrado escaparse de su ciudad natal, que no ha conseguido superarla. Que permanece pegado a sus faldas.

 

Conoce a los guías de la ciudad, conoce a los cocheros, conoce a los sacristanes, a los curas y a los funcionarios municipales. Conoce a los que cantan en el coro. Al organista y al campanólogo. Conoce a los payasos del circo, a los actores de la obra de teatro.

Pasean a los mansos turistas por los canales en barquitos. Pasean a los dóciles turistas por las calles en tranvías tirados por caballos o en coches. Pasear a alguien: expresión que en el dialecto de Brujas equivale a llevar al huerto. Les pagan por las banalidades que sueltan y aun así alargan la mano.

A él no le engañan. Le da pena no poder ser un turista en su propia ciudad, porque reconoce a los cabrones que le han hecho tal como es. ¡No son de fiar! Quisiera espetar a los turistas: «¡Bajaos de ese coche! ¡Dejad de ir detrás de ese banderín! El guía os está timando. Lo que más le agrada es escucharse a sí mismo. Sé lo que os digo. ¡Si he sido alumno suyo!» Pero ¿para qué habría de hacerlo? Tal vez movido por la frustración que supone el no poder creer, en su propia ciudad, en las ilusiones que los turistas necesitan para ser felices, aunque sólo sea por un momento, lo que dura una salida de fin de semana.

 

Ella le ha enseñado a hablar. La lengua materna de ella canta dentro de él. En su pueblo le dicen: «Usted no es de aquí, ¿verdad? Se le nota al hablar.» Hablando su lengua materna se siente cómodo. Al hablarla no necesita pensar. En esa lengua puede cascar y parlotear sin parar. Puede tragarse palabras y comerse sílabas y aun así entienden lo que quiere decir, sin necesidad de explicar nada. Pero ya casi nunca habla su lengua materna. Su lengua materna se está infectando de lenguaje amoroso y jerga profesional, de vocablos librescos y jerigonza.

 

Palabras: kluttergeld («calderilla»), moendje babaatje doen («darle a la sin hueso»), fitematrulle («dátil», «coño» y «tonta»), nunnepisse («pis de monja», o café flojo). Proferir diminutivos a modo de ofensa, dulce veneno, menosprecio.

Nombres de calles que suenan a títulos de poemas: Bilkske, Goezeputstraat, Zonnekemeers, ‘t Stil Ende, Verbrand Nieuwland, Kortewinkel, Rozenhoedkaai, Mallenbergplaats.

Su sola enumeración evoca el recuerdo. Son palabras que salían en las conversaciones. No se trata tanto de lugares donde vive gente, sino más bien de sonidos. Son ambientes que pueblan su cabeza. Su biografía podría consistir en la enumeración de lugares y nombres: como un paseo por la ciudad.

 

Su ciudad canta. Aún hoy, dentro de él. Cuando se encuentra en otra ciudad, oye las campanas de su ciudad natal, el murmullo de los canales, el eco de las calles. Oye el recuerdo de su ciudad. Cuando va a un concierto, sigue oyendo a los sopranos, las cuerdas, los coros, los órganos y las trompetas de entonces.

 

Esta ciudad le importuna con sus obras de arte. Por su culpa no puede repantigarse perezosa y despreocupadamente frente al televisor. Ella le ha inculcado sin cesar: «Plus est en vous!» . Sólo el arte pervive. ¿Qué queda de los otros habitantes? Polvo y cenizas.

 

Cuanto más frío hace en sus calles, tanto más ella le agrada. Los cielos despejados no le sientan. Luce mejor con una niebla espesa y las calles negras. Sin adornos, sin hojas en los árboles. Sin grandes fiestas en sus calles.

 

Ella es limpia y pulcra. Huele a lejía. Los viernes el agua fluye por debajo de las puertas como saliva.

 

Él es un pájaro que ensucia su propio nido. No hay prostitutas. No hay mendigos. No hay industria pesada contaminante. No hay revoluciones. En ella reinan la paz y la tranquilidad. La basura se separa y dos veces a la semana pasan a recogerla y se la llevan a las afueras, donde la queman de un modo respetuoso con el medio ambiente o la reciclan. A las afueras se ha mudado todo lo que no cuaja en el centro histórico: la incineradora, el crematorio, el hospital, los aparcamientos, las discotecas. El centro es como el salón donde se recibe a las visitas que no han de verse expuestas a la cocina ni a las tuberías de desagüe.

 

Tiene que amar incondicionalmente a su ciudad. Es su deber. Es lo que se espera de él. ¿No es acaso un hombre afable y agradable? ¿No es acaso un descendiente de la ciudad? ¿Por qué la decepciona? ¿Por qué no puede sentarse en el vano de la puerta como alguien que hace encaje de bolillos? ¿Por qué no puede surcar como los blancos cisnes las bellas aguas del Minnewater? ¿No son acaso los brujenses un pueblo pacífico e industrioso? Hacen encaje de bolillos. Comen: Kletskoppen (galletas finas con almendra rallada), Brugse achten (pastelitos octogonales), Brugse beschuiten (bizcochos de Brujas) y Brugse mokken (galletas de centeno y melaza). Beben Brugse tripel (cerveza de abadía de triple fermentación) y Brugse zot (cerveza de fermentación alta). Él mismo se lo pone difícil.

 

Es un relicario. Es pintoresca como Monschau. Acogedora. Mona. Es «Brujas la muerta», aunque todos se esfuerzan por desmentirlo. Es una maldición. Es la «Venecia del Norte», pero sin el carnaval. Es una Procesión de la Santa Sangre, pero sin la fe. «¡Brujas vive!» dicen, pero el hecho de que tengan que decirlo le hace fruncir el entrecejo.

 

Pero, ¿con qué derecho se echa a hablar? ¿Acaso es un brujense auténtico? ¿Es brujense por el mero hecho de que él y sus padres nacieron allí? ¿Dispone de la licencia pertinente? ¿Y qué hay de sus antepasados? ¿No procedían de otras comarcas?

Van Acker, Maene: ésos sí que son apellidos brujenses. Inconfundiblemente, desde tiempo inmemorial y hablan con un acento cerradísimo, que no logran quitarse de encima porque lo llevan en los genes.

 

¿Que más podría afirmar sobre Brujas? Lleva ya años fuera. En total no llegó a vivir en ella más que veinte años de su vida. Su primera juventud la pasó incluso fuera de sus fortificaciones, fuera del alcance de las campanas, en un municipio periférico que a la sazón quedaba allende el término municipal. Un municipio que a su vez fue alcanzado por la urbanización y las carreteras y que hay que atravesar si se quiere llegar al corazón de la ciudad, al núcleo incólume y acicalado de Brujas, al silencio del centro histórico. En el casco antiguo reina una extraña tranquilidad, mientras que en la carretera de circunvalación el tráfico pasa zumbando como la sangre que la aprovisiona y la mantiene viva.

 

Cuanto más lejos se encuentra, con tanto mayor gusto piensa en ella. Tanto más nítidamente la percibe. Cuando toma distancia de ella, puede escribir sobre ella, sabe explicarla. Se vuelve entonces tan sólo una descripción o una historia. Una mentira, una abstracción. Cuando uno se pasea por ella, se extravía. Hay demasiados detalles que obstaculizan el relato.

Cuanto más tiempo lleva fuera de ella, más la añora. Su perfil se difumina. Se vuelve más atractiva. La fantasía aviva los colores y retoca la realidad.

 

Escapó de la ciudad porque le tenía prisionero, porque le oprimía con sus estrechas callejuelas, porque el sol no podía brillar allí libremente, porque no le alcanzaba el espacio, porque le faltaba el aire. Pero con el tiempo los campos se vacían y pierden el sentido. Está contemplando ese vacío: un hueco sin inspiración que amenaza deglutirle con su banal cotidianidad y monotonía rutinaria. No hay nada. Confía en que refugiándose en su ciudad logrará escapar a la nada. Allí se pasea por las calles estrechas. ¡Hay gente! Gente que se precipita hacia su lugar de trabajo. Gente que hace la compra, que mira los escaparates y no la arquitectura. Gente que saca a pasear al perro o a los hijos en las fortificaciones o en los parques. Hay iglesias abarrotadas de tesoros artísticos que en su momento intentaron dar sentido al tiempo sin significado. Torres que apuntan a la felicidad. Ladrillos alrededor de la nada que dan forma a su soledad. Museos que dan fe de viejas vidas valerosas. Hay bibliotecas con respuestas a sus preguntas. La ciudad está plagada de voces. ¿Quién dice que está muerta? ¿Es acaso una ciudad de cadáveres vivientes?

 

Regresa hacia donde ha dejado el coche. Vuelve la mirada, temeroso de que le estén siguiendo, de que le consideren un guía, alguien que guíe a los otros, mientras que tan sólo está paseándose. Somete su ciudad a un paseo. En la plaza de Jan van Eyck, unas excavadoras han abierto el pavimento y han dejado al pintor inmóvil encima de su pedestal, sosteniendo en la mano un pincel petrificado. Bordea el canal Spinolarei. Es temprano en la mañana y por su espejo de tocador no navegan todavía los barquitos con turistas a bordo saludando alegremente. Los turistas están saboreando su desayuno continental y degustan por primera vez el pan de miel belga. Se le ocurre que esta ciudad no tiene aroma. No huele a pescado, ni a agua salobre, ni a polvo ni a gases de escape. No hay ningún olor que asocie con ella, ni el olor a sudor ni un perfume. Se detiene en el puente Strooibrug a contemplar el agua. Es como si mirase a la cara a una mujer con gafas de sol reflectantes. Su sombra ondea, pero los ojos de ella se mantienen ocultos. Él no sabe si ella se ríe de él o le sonríe. Ignora todo lo que oculta detrás de esa cara lisa, aunque puede adivinarlo: peces, lodo y un montón de basura. Recuerda un frío invierno en que pasó andando por debajo del puente, por los canales congelados. Los canales eran caminos blancos como la leche. Los niños se deslizaban eufóricos por el hielo con sus trineos. La ciudad se había vuelto irreconocible. Las terrazas, los muelles y las fachadas posteriores quedaban al alcance de la mano. Por el contrario, las calles y las torres de la ciudad formaban parte de otro mundo, que empezaba detrás de una alta tapia alrededor de un jardín. Se agarra de la barandilla y mira a su alrededor como si volviera a ver la ciudad por primera vez. Unos camiones enormes entran con gran estrépito en la ciudad transportando cerveza y sábanas limpias. Los camiones de la basura recogen las inmundicias y las cajas de cartón. Los primeros coches de caballos traquetean por el empedrado. No ha traído su máquina fotográfica, pero se queda ahí parado mientras su memoria registra la ciudad. Su tío sacerdote era misionario en el Congo y regresaba cada cuatro años a su ciudad natal. Solía maravillarse ante los cambios que se habían producido en ella y al final dijo que ya no la reconocía y nunca más volvió. De niño le había costado entenderlo. Para él nada había cambiado: el Belfort, la iglesia de Nuestra Señora, la catedral de San Salvador, la iglesia de Jerusalén: seguían allí donde siempre habían estado. Una señora se asoma a la ventana abierta de una casa que da al canal Sint-Annarei. Fuma su primer cigarrillo del día y echa el humo hacia fuera. Impasible como la Sibylla Sambetha de Hans Memling, su mano izquierda descansa en el marco. A él no le ve. No le interesa. Se pregunta qué ve en cambio. ¿Está contemplando la ciudad o piensa en el hombre que la abandonó? ¿Está preocupada o está feliz, sin más? ¿La fastidia su ciudad o disfruta de cada instante que pasa en ella? ¿Preferiría vivir en otra casa? ¿En otra ciudad? Coge por la calle Blekersstraat y pasa delante del Café Vlissinghe, que a estas horas está cerrado. Hay una casa en venta. Por un momento se le ocurre que le gustaría vivir en ella. Pero si así fuera, querría marcharse de allí inmediatamente. Le daría sofoco. Echaría de menos los campos y los cielos.

Después de recorrer la Drie Zwanenstraat desemboca en la Korte Rijkepijndersstraat. Se le arquean las suelas al pisar los adoquines convexos, angulosos, fundidos con la ciudad como una espina dorsal, verde entre sus vértebras. La calle sigue siendo incómoda como lo eran las calles de otrora y como no pueden seguir siéndolo. Al pasar por la alameda Rolweg le adelanta el «tranvía de caballos de Brujas», atestado de turistas japoneses que le fotografían. Atraviesa la Carmersstraat. En la Speelmansstraat bordea las altas tapias del convento inglés. Pasando por la Snaggaardstraat llega a Hemelrijk, un camino de campo en plena ciudad, sin pavimentar y con tapias a ambos lados. Aquí vuelve a respirar. Desde el seminario se oyen las campanas que tocan «Cerca de ti, Señor». Hay un viejo calentador tirado contra la pared. En la calle Oliebaan encuentra una bicicleta robada destartalada, que utiliza para llegar a la Peterseliestraat y dejarla nuevamente abandonada. Se topa con Stef, quien le dice: «Nadie tiene tiempo ya. ¡Es la dictadura de la agenda!» Pero tiene prisa y sigue su camino. Va montado en su bicicleta de carrera y lleva casco y gafas de protección. Llega a Leestenburg, donde, curiosamente, nunca antes ha estado. Viaja por todo el planeta pero resulta que no conoce su propia ciudad. Reina un silencio irreal. Los molinos se yerguen inmóviles por sobre los tejados. Los niños están en la escuela. Los hombres están en sus trabajos en algún sitio fuera de la ciudad y los pensionados no han salido a la calle todavía.

Cuando se sube a las fortificaciones, llega a sus oídos el estruendo de los automóviles y los camiones que circulan por la carretera de circunvalación, que semeja un lazo alrededor del cuello de la ciudad. Operarios municipales cortan la hierba: sujetándolas por una cuerda, dejan que las cortadoras rueden solas hacia abajo por el arcén y luego las atraen nuevamente hacia sí. El puente está en posición vertical y una gabarra se abre paso haciendo un ruido sordo. Él continúa su camino hasta llegar a su coche y se une a la fila de automóviles que esperan pacientes a ser vomitados por la ciudad. Se deja llevar por la corriente y acaba expulsado. La olvida una vez más y ella sigue existiendo por siempre jamás.

 

 

Herman Leenders (título original: Bruggenbijter)

© Traducción del neerlandés: Diego Puls 2006

(con ocasión del V Centenario de la muerte de Felipe el Hermoso, nacido en Brujas)