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CONFERENCIA UNIVERSIDAD DE QUITO

 

Conferencia presentada en la Universidad de Quito (2000)

 

Hace casi un siglo, en el verano de 1908, mis abuelos abandonaron su tierra natal y atravesaron en carreta el valle de Güeldres en busca de algún pueblo donde no hubiera herrero para herrar los caballos. El abuelo llevaba las riendas, y la abuela, sentada a su lado en el pescante, llevaba en su regazo a un niño de apenas un año: mi padre. La travesía les costó más de un día; había que pagar peaje en varios lugares y cambiar el caballo un par de veces. En un carro atado detrás de la carreta transportaban todos sus bienes: un yunque, martillos, tenazas, herraduras, un fuelle, vasijas, cacerolas, ropa de cama. En un pueblito llamado Achterveld se detuvieron. Durante casi seis décadas, mi abuelo y mi padre herrarían todos los caballos, soldarían todos los herrajes y alambrarían todos los campos de la región. En invierno y en verano, se pasaban los días detrás de los yunques, junto a la fragua. Salvo para hacer alguna pequeña excursión o peregrinación, nunca abandonaban Achterveld, pues no podían dejar plantados a los granjeros. Aun así, mi padre estaba afiliado al club de motociclistas Harley-Davidson y poseía un sidecar, en el que, llegado el momento, sacaría a pasear a mi madre. Cuando hubo nacido el quinto hijo, mi padre cambió la moto por un automóvil plateado provisto de enormes estribos, en el que circulaba como un rey por los caminos vecinales, de una granja a otra, de un poblado a otro. El abuelo, por su parte, seguiría movilizándose en bicicleta hasta su muerte, acaecida a los 97 años. 
 

Me crié en un ambiente de cascos chamuscados, caballos encabritados, hierros candentes y el silencio absoluto de las personas, que trabajaban y no hablaban. Los sentimientos apenas los mostraban. La tristeza, la duda o la rebeldía contra un destino aparentemente inamovible, debían callarlas. En mi juventud jamás oí pronunciar las palabras imaginación ni literatura.

Sin embargo, debo a esa juventud y a ese entorno gran parte de mi vida de escritora. Porque había un lugar y había momentos en los que la cruda realidad y el silencio se rompían: junto a la fragua, en torno a los dos yunques, alrededor del potro, entre los granjeros que esperaban en círculo a que les herraran los caballos. Acontecía entonces que, en un ambiente de confianza a la lumbre de la hoguera, surgieran historias que los foráneos calificaban de mentiras, exageraciones o invenciones incompatibles con la cultura calvinista, abocada a la seriedad y a la búsqueda casi obsesiva de la verdad. Aquella lumbre propiciadora de confidencias daba alas a la seriedad y a la verdad: los difuntos del pueblo resucitaban con gran facilidad de sus sepulcros, y con la misma facilidad eran enviados al cementerio quienes aún seguían vivos; los sueños se hacían realidad por un momento, y en sus mentes recorrían el mundo individuos que no permitían que nada los apartara de sus tierras. Mientras mi padre y mi abuelo imponían al hierro candente su voluntad con un martillo, dándole nueva forma, los que esperaban fuera imponían la suya a la realidad, deformándola, y partían nuevamente en silencio rumbo a sus campos y establos una vez herrados los caballos. 
 

Sigmund Freud llamó escena primaria al hecho de que un niño vea a sus padres haciendo el amor. Yo nunca he presenciado esa escena, gracias a Dios. En mi propia escena primaria –al  menos, como escritora y poetisa— veo a dos hombres en una oscura herrería doblando y quebrando el hierro con ayuda del fuego, rodeados de un puñado de adustos granjeros empeñados en manipular durante unos minutos, acaso una hora, la dura realidad a la lumbre del mismo fuego con ayuda de palabras.

Esa es la imagen –la imagen arquetípica—que conservo en mis entrañas; ese es el fuego que nutre mi imaginación y en el que caliento la lengua, como si fuera una herradura, hasta alcanzar la incandescencia, para luego dejarla enfriar en la pileta de la razón. Para mí, hija de herrero, la escritura es una actividad que mucho tiene en común con la herrería. 
 

Esta imagen, esta situación narrativa que no deja de ser extraordinaria en la severa cultura holandesa, es muy corriente en Latinoamérica. Cuando vivía aquí y durante mis viajes, muchas veces oí a la gente contarse sus vidas en forma de historias, fábulas, sueños y metáforas, ya que la realidad se mostraba demasiado despojada, demasiado mancillada o insoportable. Muchas veces oí recitar poemas en fiestas y funerales, ya que la lengua cotidiana no parecía estar a la altura del sentimiento que debía expresar. Muchas veces oí pronunciar palabras sin significado preciso, sólo por entablar un contacto, o mantenerlo, y olvidar por un momento que todos, a la hora de la verdad, estamos solos aunque vivamos en una ciudad en una casa repleta. Y muchas veces oí pronunciar "palabras mayores", palabras con "grandes" significados, palabras que en la austera cultura holandesa están penalizadas, como las siguientes: tristeza, felicidad, tormenta, sangre, terremoto, amor; sobre todo la felicidad y el amor son palabras innombrables: hay que definirlas sin florituras y con exactitud, de preferencia a través de los actos. 
 

Cuando llegué a Latinoamérica, tuve que acostumbrarme a muchas cosas y desacostumbrarme a otras muchas; cuando regresé a Europa, tuve que volver a acostumbrarme a muchas cosas y desacostumbrarme a otras. Existían grandes diferencias, lo que valía tanto para la vida como para la literatura: mientras que en Latinoamérica la pasión, la incondicionalidad, la confianza ciega, la impulsividad y la intuición eran o parecían virtudes, en Holanda y en los otros países del norte de Europa se valoraban especialmente el raciocinio, el orden, la disciplina y la condicionalidad. El caos debía evitarse a toda costa.

Es sabido dónde radican las diferencias en cuanto a la valoración del tiempo: en Latinoamérica, el horizonte temporal de la gran mayoría de la población no excede los límites del año, viviéndose habitualmente al día, mientras que en los tranquilos y prósperos países europeos (de los cuales Holanda es quizá el más tranquilo y el más próspero) la gente vive preocupándose por los seguros de vida y la jubilación. También en la literatura, en Europa tratan al tiempo con cuidado, por no decir de manera calculadora, mientras que aquí, en América, el tratamiento que recibe es agradablemente descuidado, por no decir temerario. 
 

En mi cultura, el umbral que hay que franquear para llegar a la imaginación es alto. No se puede entrar de golpe en un espacio ficticio y establecer relaciones ficticias: primero hay que escalar, dando un gran salto de preferencia con los pies bien puestos en la tierra.

En Latinoamérica, aunque también en África, por ejemplo, uno puede internarse a su antojo en un espacio ficticio y realizar actos ficticios con personajes ficticios, sin que exista incluso una separación tajante entre la vida y la muerte.

También la temática difiere de una cultura a otra, si bien en última instancia todas las novelas y todos los poemas del mundo tratan de lo mismo: del deseo de aquella cosa o aquella persona que echamos de menos, la melancolía por la soledad de la existencia, la conciencia de lo frágil y, por qué no, lo traicionero del amor.

En Holanda se escribe mucho sobre la segunda Guerra Mundial, tanto sobre la guerra en sí como sobre su superación psicológica.

Los holandeses escriben mucho sobre los conflictos generacionales, y más aún sobre los conflictos entre el hombre y la mujer, entre los amantes y entre los cónyuges; a éstos los llamamos problemas de pareja, y es bastante habitual que en las novelas y relatos desempeñen un papel importante, y aun nefasto, los terapeutas y psiquiatras, explicando lo inexplicable o intentando disecar el alma humana con el bisturí de la razón, haciendo que se pierda el misterio.

Muchas novelas holandesas se desarrollan entre cuatro paredes, y las puertas y ventanas que dan al mundo exterior permanecen cerradas, o a lo sumo entornadas, pero nunca abiertas de par en par.

También ocupa un lugar destacado el forcejeo con la religión. 
 

Latinoamérica ha sido escenario de numerosas guerras, y en cualquier momento puede  desatarse otra. Y cuando no hay guerras, puede producirse alguna catástrofe natural: la erupción de un volcán, un terremoto, un ciclón que arrase a su paso en pocos segundos el fruto de una vida. A la superación de sus consecuencias, en sentido real o literario, no se concede mucho tiempo.

Padres e hijos conviven a menudo con algún tío soltero o, más a menudo, alguna tía soltera y con alguno o ambos abuelos, habitualmente una abuela, bajo el mismo techo o en el mismo barrio, lo que contribuye a apaciguar o a ensanchar los conflictos generacionales.

Las cuatro paredes con puertas y ventanas cerradas no son habituales en Latinoamérica, exceptuando quizá en los fríos pueblos y ciudades de la Cordillera de los Andes, e incluso allí todo el pueblo o ciudad o el país entero desfilan por la casa franqueando puertas y ventanas; me refiero a que, tanto en la vida cotidiana como en la literatura, en Latinoamérica es imposible sustraerse al mundo exterior.

El forcejeo con la religión aparece en contadas vidas latinoamericanas y, por ende, en contadas novelas de autores latinoamericanos, pues aquí la religión y la superstición pertenecen al ámbito de los sentimientos, o se sobreentienden, y romperse la cabeza al respecto carece de sentido. 
 

Como he vivido, trabajado y amado tanto en Holanda como en varios países de Latinoamérica, mi modo de vida y, probablemente en mayor medida, mi modo de escribir y la temática de mis libros se han ido confundiendo o, mejor dicho, complementando. Sin darme cuenta al principio, y más tarde con total deliberación, he ido seleccionando de ambas culturas los elementos con los que he podido identificarme como individuo y como escritora, y he ido descartando en ambos casos los que me han resultado restrictivos, superfluos o inverosímiles. El resultado ha sido que aquello que en una cultura solía ser objeto de alabanzas, recibía duros golpes en la otra, y viceversa: en Latinoamérica, mi lengua y yo causábamos la impresión de ser exacerbadamente serias, frugales y sobrias, mientras que en Holanda pasábamos por demasiado líricas y nos instaban a que nos moderáramos. 
 

A modo de ilustración de lo que acabo de decir, quisiera contarles algo que me impresionó profundamente durante un viaje que hice a Mozambique, algo que podría haber ocurrido igualmente en algún país de Latinoamérica, aunque no en Holanda.

En Maputo, la capital, proyectaban durante mi corta visita a esa ciudad una película del cineasta brasileño Licinio Azevedo, afincado allí desde hacía varios años. Azevedo filmó la siguiente historia: en 1984, cuando la guerra civil en Mozambique llega a su apogeo, la familia de Alexandre Ferrao se ve obligada a huir a Malawi, país vecino. Diez años después, tras la tregua firmada por las partes contrincantes, permiten a los refugiados regresar a su tierra natal. En una carreta tirada por bueyes, en camión y a pie la mayoría de las veces, la familia Ferrao –adultos, niños y un perrito blanco que también había— atraviesa la frontera. ¿Qué han cargado en la carreta? Una puerta.Una puerta provista de un número. Eso es todo. La puerta es el único bien que poseen. No tienen casa en Malawi ni en Mozambique, pero puerta sí tienen. En el camino de regreso, que los conduce a través de campos minados, la puerta se extravía; creo que se la roban. Interrumpen la marcha para buscar la puerta. Por fin la encuentran en un mercado callejero. La recuperan pagando dinero por ella o por trueque y continúan su camino, adentrándose en territorio mozambiqueño, hasta llegar al sitio donde están enterrados sus antepasados. Allí descargan la puerta y la depositan en un descampado, entre los arbustos: una puerta con número, sin que exista ninguna casa, y menos aún una calle.

Creo que un holandés difícilmente filmaría una película semejante. Antes del regreso a Mozambique, habría cargado la carreta con ladrillos, clavos y tablas de madera, ramas, cañas de bambú o aunque más no fueran hojas secas. En el lugar de destino, haría construir primero la barraca y sólo entonces pensaría en la puerta, y el número no se lo pintaría hasta que no se hubiera construido una calle, o al menos hasta que no hubiera vecinos a ambos lados de la casa. 
 

Otra diferencia existente entre ambos continentes –por lo que atañe a la literatura— se refiere a las condiciones de trabajo y las ayudas concedidas por las altas instancias. Es una diferencia a la que pasaré revista con una vaga sensación de orgullo y una vaga sensación de vergüenza a la vez.

En Holanda, los autores que hayan publicado como mínimo dos novelas, libros de relatos o antologías poéticas de calidad pueden hacerse acreedores a una beca de trabajo que les permita dedicarse a la escritura sin preocupaciones pecuniarias durante un período de tiempo más o menos largo. También los traductores gozan del mismo derecho. Cuando un autor tiene que realizar un viaje al exterior con motivo de alguna investigación o para adquirir nuevas ideas, puede solicitar una beca de viaje. En muchos países europeos existen casas del escritor que hospedan sin cargo a autores extranjeros. Si aun así algún escritor talentoso se ve afectado por problemas económicos, por ejemplo cuando necesita unos anteojos para leer o una dentadura postiza o una computadora nueva, puede recurrir a un fondo especial para casos de emergencia.

En Latinoamérica, y esto seguramente valdrá también para el Ecuador, los escritores trabajan generalmente en condiciones mucho menos favorables. Viviendo la mayoría de la población de un país por debajo del nivel de pobreza, difícilmente un escritor, y no digamos un poeta, recibirá una beca del gobierno, independientemente de que el propio escritor o poeta se incline a aceptar una beca de su gobierno: se me ocurren varias razones que bastarían para que un autor volviera la espalda a cualquier autoridad que le ofreciera dinero.

Con dinero no se compra talento. El dinero no es garantía para un buen libro. Muchas obras maestras se han escrito en situaciones de profunda miseria. Marina Tsvetaeva, poetisa rusa por quien siento gran admiración, escribió sus más bellos poemas sentada a la mesa de la cocina, entre platos, fuentes y cacerolas, con las manos ateridas por el frío y la mente colmada de desesperación. Pero no hace falta ir tan lejos: el peruano César Vallejo vagabundeaba por París cuando escribió sus mejores poemas, y cuando Clarice Lispector, escritora brasileña a la que también admiro, escribiera hacia el final de su vida la hermosa novela A hora da estrela, no era precisamente rica. Gabriel García Márquez publicó sus mejores libros cuando aún no había sido galardonado con el premio Nóbel: creo recordar que Cien años de soledad y El coronel no tiene quien le escriba fueron escritos en Barranquilla, en un cuarto alquilado encima de un prostíbulo. El dinero no es garantía de calidad, pero puede contribuir a crear las condiciones adecuadas: un escritor necesita un escritorio con buena iluminación, dinero suficiente para comprar comida y bebida y sobre todo libros, y viajar para encontrarse con otros escritores y adquirir nuevas impresiones.

Sería bueno que los escritores de aquel lado del mar pudieran compartir sus privilegios con sus colegas de este lado, y lo que vale para los escritores, vale para todo el mundo. 
 

Y ahora volvamos a la herrería. Volvamos al potro donde se hierran los caballos.

Naturalmente, ambos son símbolos.

Símbolos que remiten a aquel lugar, a todo lugar donde se forja hierro – quiero decir: donde se forjan historias y poemas.

Símbolos que remiten a aquel o a todo lugar donde se hierran caballos – quiero decir: donde impera la imaginación, donde la realidad se echa a galopar e incluso llega a soltar las riendas.

Símbolos que remiten a aquel o a todo lugar donde, en las llamas del fuego tantas veces avivado, se crean cosas nuevas a partir de cosas existentes – quiero decir: donde las palabras viejas se doblan, se disecan y se ordenan de tal modo que surgen, por así decirlo, palabras nuevas; donde con el mismo martillo con que el herrero golpea el hierro se infunde un nuevo ritmo y un nuevo sonido a las palabras viejas y, en el caso de la poesía, incluso un nuevo significado.

En esas herrerías no existen diferencias entre las culturas y los continentes.

Un yunque y un martillo son un yunque y un martillo en cualquier lugar del mundo.

Un caballo es un caballo en todas partes.

Una fragua es una fragua en todas partes.

La pericia es pericia en todas partes.

Y aunque hablemos lenguas diferentes, una palabra es una palabra en todas partes.

Traducción: Diego J. Puls