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ANA FRANK NO CAMBIÓ DE COLOR NI SE INMUTÓ

 

 

Charla Ana Frank - Simposio celebrado en De Rode Hoed, de Ámsterdam, el 26 de junio de 2007

 

 

Cuando nací ―en 1963―, la Segunda Guerra Mundial todavía no hacía tanto que había terminado. Esta circunstancia no sólo me fue quedando clara por los relatos de testigos oculares como mis padres y abuelos, sino también, y sobre todo, por ser alumno en mi pueblo de residencia, Heemskerk, de una escuela primaria que se llamaba «Ana Frank» y que sigue existiendo en la actualidad. No conocí el Diario, ni a su autora, por casualidad ni mucho menos. Hasta 1976 pasaba diariamente por el corredor de la escuela donde estaba colgado el famoso retrato de colegiala de Ana, y en clase se nos hablaba vívidamente del pasado, que por aquel entonces seguía plenamente vigente y todavía no había cuajado para pasar a ser Historia, y menos aún podía ser calificado de remoto: seguía habiendo alemanes, colaboracionistas, judíos, liberadores. ¿Y los demás holandeses? Todos habían estado del lado bueno. En clase nos enseñaban cupones de racionamiento, estrellas de David y también periódicos, de los buenos y de los malos.

 

En aquellos años visitamos también en grupo la Casa de atrás. Lo recuerdo muy bien, pues ese día me sacaron una foto junto al monumento a la guerra, agitando la mano entre auténticos hippies de pelo largo, convencidos de que con paz y amor se erradicarían todas las guerras. Y como alumnos de la escuela Ana Frank, a mediados de los años setenta también nos encomendaron escribir una redacción muy especial: un buen día nos dijeron que redactáramos una carta personal dirigida a Otto Frank, padre de Ana, que vivía en Basilea. La escuela luego se encargó de enviar la pila de cartas al domicilio de papá Frank.

 

A ninguno de nosotros se nos ocurrió pensar en lo que haría el señor Frank con todas nuestras cartas, y menos en el hecho inquietante de que el buen hombre recibía montañas similares de todas partes del mundo. Ya no tengo presente qué le escribí, pero sí lo fácil que me resultó hablarle del efecto que el diario de su hija había causado en mí, debido a que la inmediatez y el fervor del estilo de Ana eliminaba con una facilidad pasmosa cualquier barrera imaginable, como por ejemplo la de cómo dirigirse a su padre, treinta años después de la guerra que uno no había vivido en carne propia.

 

Obtuvimos respuesta y todo, aunque no dirigida a cada uno de los alumnos por separado, sino a nuestro curso en su conjunto. El profesor nos leyó la amable carta que Otto Frank nos había enviado desde la lejana Basilea y en la que incluso nos anunciaba que visitaría nuestro establecimiento, lo que efectivamente hizo a renglón seguido. En el patio de la escuela inauguró una obra de arte de una fealdad extrema: una estructura muy compleja de tubos y placas de acero inoxidable muy puntiagudas representando un círculo y, debajo, una cita del diario, un suspiro con el que Ana concluye sus apuntes del 8 de noviembre de 1943: «¡Oh, anillo, anillo, ensánchate y ábrete, para que podamos pasar!».

 

En los años setenta, el final de la guerra todavía estaba lo suficientemente próximo como para darme la oportunidad de estrecharle la mano al auténtico padre de Ana Frank mientras sostenía un globo blanco en la mano izquierda, como todos los demás niños presentes en el patio de la escuela. Había llegado el gran momento. Recuerdo que era un día sin nubes, y ese recuerdo se lo debo al hecho de que la calva de nuestro anciano visitante de Basilea parecía encerado por el sol. Otra cosa que tampoco nos preguntamos entonces fue cómo se sentiría él como invitado de la escuela Ana Frank de Heemskerk (la irreflexión es el privilegio de los jóvenes; ya más tarde, y con retintín, le dicen simpleza) – pero por las circunstancias se diría que aquel día Otto Frank estaba radiante. En el momento en que tiró del paño, descubriendo el artísticamente soldado armatoste cuyas temibles puntas pincharían en los años siguientes a más de un balón, haciendo que poco a poco surgiera en la fachada de nuestra escuela una singular escultura, un anillo de acero inoxidable con tres o cuatro balones de fútbol desinflados en los extremos (en tiempos del campeonato mundial de fútbol de 1978 en Argentina resultaba poco menos que un comentario políticamente comprometido a la dictadura militar instaurada del otro lado del charco), en el momento de la inauguración todos los escolares soltamos nuestros globos y se elevó también nuestro aplauso previamente ensayado.

 

Toda mi vida tuve la sensación de que alrededor de La casa de atrás había una historia de mayor alcance, la de la guerra que cuando yo nací había terminado hacía dieciocho años. Durante mucho tiempo pensé que lo mismo les ocurría a todos los que, como yo, habían estado casualmente ligados a una escuela Ana Frank, pero con el correr de los años me di cuenta de que el diario de Ana Frank está invariablemente envuelto en algún contexto para todo el mundo. Están el museo, las exposiciones, las películas, las obras de teatro, los recuerdos de los coetáneos y compañeros de infortunio de Ana, y está la inevitable (y en absoluto indeseable) canonización de Ana Frank como símbolo, icono, referencia. Todos queremos que haya «algo alrededor», y a medida que un documento u otro tipo de expresión adquiere popularidad a nivel mundial, a veces hasta queremos que haya tantas cosas alrededor que el propio objeto deja de ser el foco y se convierte en uno de sus muchos elementos. Pero sin el Diario ni siquiera nos habríamos enterado de la existencia de la verdadera casa de atrás, y mucho menos habría despertado nuestro interés la abundante parafernalia respectiva. Entre las cosas valiosas que contiene cabe señalar, por ejemplo, el Libro de las frases bonitas, el libro de caja en el que Ana apuntó en 1943 y 1944 sus pasajes favoritos de la literatura universal (Goethe, Shakespeare, Multatuli), citas que en parte formaron sus pensamientos en torno a la bondad, la dicha, el amor y la guerra en épocas en que escribía su diario. Así pues, extrajo la siguiente cita de la obra Het eeuwig lied (El canto eterno, 1939), de la autora sorda Frida de Clerq Zubli: «En un libro de verdad, un escritor se libera a sí mismo escribiendo.» Y también quisiera destacar la última frase apuntada en el Libro de las frases bonitas, cuya autoría tal vez sea de la propia Ana Frank: «Quien no sepa escuchar,/ tampoco sabrá relatar.»

 

Existen también otros elementos que remiten a la autora no muy refinados para mi gusto, como las visitas guiadas al Ámsterdam de Ana Frank, publicadas el año pasado, en cuya «visita n.º 2» se invita al lector a cubrir la distancia que separa la plaza Merwedeplein de la casa de atrás: «Esta visita nos lleva a recorrer el mismo trayecto que, presumiblemente, utilizaron Ana Frank y sus padres el lunes 6 de julio de 1942, el día en que pasaron a la clandestinidad.» Será hipersensibilidad de mi parte, pero me da la sensación de percibir un tono casi animado de excursión de escuela.

 

Si la documentación sobre Ana Frank es copiosa, las referencias a su diario en las obras de consulta literaria son exiguas. Si no me equivoco, hay algo ladino en el enfoque que en Holanda se aplica al diario en cuanto proeza literaria. A Ana Frank se la incluye en el canon histórico con la mayor naturalidad, y de un modo igualmente automático la autora forma parte de la exposición permanente del Museo de la Literatura, incluso en la próxima ampliación, que la convertirá en un panteón. Pero ¿implica también esa selección que los aficionados a la literatura leen realmente el diario, o se limitan únicamente a conocerlo? Como ya muy bien sabía el literato holandés Gerard Reve, cuando en este país empiezan a bautizar calles con tu nombre, puedes estar seguro de que ya no te leen.

 

Entiéndaseme bien: no me opongo a que Ana Frank figure en las listas consagrantes de los museos y los historiadores. Lo que sí me pregunto es en qué medida esas menciones no se hacen meramente por obligación, a modo de certificado de buena conducta. Y la pregunta es menos curiosa de lo que parece, en una época en que la mayoría de los amsterdameses, al oír el nombre de Vondel o de P.C. Hooft, piensan en primer lugar, respectivamente, en un parque y en una calle comercial para pijos y nuevos ricos. Esta primavera, la actriz Carice van Houten grabó una versión leída de La casa de atrás, y el mérito que se le atribuye por ello se desprende, por ejemplo, de una reseña publicada en el periódico NRC Handelsblad en la que la escucha y reseñadora menciona con sorpresa que el libro, leído en voz alta por Van Houten, daba una impresión mucho más vivaz que el relato de una adolescente patosa que ella recordaba de su lectura de antaño.

 

Me llamó mucho la atención, porque el impulso y el fervor que se perciben en la voz de Van Houten no son mérito sólo de ella. No es que ella le haya dado un tono determinado al texto, sino que antes bien se lo descubrió y lo hizo suyo. Nuestra situación actual ya es tan bizarra que incluso una colaboradora del suplemento literario de NRC Handelsblad prefiere escuchar a Ana Frank interpretada a viva voz que tener que leer el texto ella misma.

 

A riesgo de empezar a dar vueltas alrededor del tema, quisiera informarles de lo que he experimentado en mi segunda lectura del diario, a más de treinta años de leerlo en la escuela. La inmediatez de entonces resultó inalterada. Uno se siente enseguida identificado con la joven autora. Ello se debe, por un lado, al uso del diario como forma narrativa, pero también al hecho de que Ana se dirige a un «tú», y aunque ese tú es el propio diario, llamado «Kitty», el lector, al tratarse de un diario íntimo en el que nadie ha de meter la nariz, se siente convertido ipso facto en un partícipe voyeurista, que hace un pacto con la autora. A propósito: el 29 de julio de 1943, Ana concluye un pasaje añadiendo la siguiente posdata: «No olvide el lector que cuando fue escrito este relato, la ira de la autora todavía no se había disipado.» Ese lector aquí no puede ser el diario: hemos de ser nosotros.

 

Ana empieza a escribir su diario, un regalo de cumpleaños, el 12 de junio de 1942, un tiempo antes de verse obligada a pasar a la clandestinidad. Tras presentar a sus compañeros de clase y a su familia, señala: «He llegado al punto donde nace toda esta idea de escribir un diario: no tengo ninguna amiga.» El lector pasa así a prestarle un oído comprensivo, tanto más cuanto que el mundo de Ana se hace cada vez más pequeño y su diario pasa a hacer en mayor medida las veces de apoyo. En más de una ocasión me vino a la memoria la novela De Avonden (Las veladas), del antes mencionado Gerard Reve, así como su incomprendido y solitario protagonista, Frits van Egters, que en 1947 inmortaliza la asfixia y opresión de su propio mundillo amsterdamés. Y es que aparte del diario, el 12 de junio de 1942 los padres de Ana también le regalan «una botella de zumo de uva que a mi entender sabe un poco a vino (¿acaso el vino no se hace con uvas?)», ¡la misma botella que Van Egters reduce despiadadamente a zumo de grosella y manzana en De Avonden!

 

Pero también los apuntes detallados sobre las riñas y disputas en la casa de atrás, en el siguiente pasaje del 14 de marzo de 1944, son bastante revianas: «A ello hay que sumarle que nuestras patatas han sufrido unas enfermedades tan extrañas que de cada dos cubos de patatas, uno va a parar a la estufa. Nos divertimos tratando de determinar con exactitud las distintas enfermedades que tienen, y hemos llegado a la conclusión de que se van turnando el cáncer, la viruela y el sarampión. Entre paréntesis, no es ninguna bicoca tener que estar escondidos en este cuarto año que transcurre desde la invasión. ¡Ojalá que toda esta porquería de guerra se acabe pronto!» Y luego: «Me parece que lo mejor de todo es que lo que pienso y siento, al menos lo puedo apuntar; si no, me asfixiaría completamente.»

 

Una retahíla creciente de miserias – peleas, miedos, disputas, enfermedades – en un mundo que se va haciendo cada vez más estrecho – de la casa al refugio y, una vez allí, al desván, donde todavía puede mirar en silencio hacia fuera (por más que sea «a través de unas ventanas llenas de polvo y con cortinas sucias delante»). Aunque se enamora, Ana no deja de observarse a sí misma («¿Sabrá alguien en esta casa todo lo que le puede pasar por la mente a una adolescente?» ― esto no lo dice alguien que es una adolescente y nada más), y al final, el 1 de agosto de 1944, el último día de su diario y tres días antes de su aciaga partida, encuentra tan sólo en su fuero interno su verdadera naturaleza: «Sé perfectamente cómo me gustaría ser y cómo soy... por dentro, pero lamentablemente sólo yo pienso que soy así.» Detrás de la fachada alegre se esconde una parte interior seria y taciturna, a la que le cuesta salir. Al escribirlo, se hace visible. Igual que el joven que al final de la primera novela de Gerard Reve se refugia en su taciturna parte interior: «Respiro y me muevo, luego existo.»

 

Esa evolución confiere a La casa de atrás una estructura novelesca. Lo admirable es que la autora combina una gran capacidad de observación con un estilo dúctil. Y la forma es la que hace única su historia; las circunstancias, si bien dramáticas, no lo son. Hace unos años entrevisté a Imre Kertész, el Nobel húngaro de literatura, superviviente de Auschwitz y Buchenwald, en relación con su obra maestra «Sin destino», novela publicada en 1975 en la que describe sus experiencias de adolescente que a los catorce años es empujado en un tren en Budapest y obligado a bajarse en Auschwitz, sin saber qué representa este lugar. Kertész me confesó lo siguiente: «Las conversaciones, la lengua y la composición de ese libro son ficticias, y eso es determinante para el efecto que surten. Sobre Auschwitz no se puede escribir – salvo de un modo literario. Sin técnica narrativa, reproduciendo únicamente un caudal de atrocidades, el lector terminaría tirando el libro contra la pared.»

 

Técnica suena a término abstracto, y creo que, en efecto, de lo que se trata es de poder hacer abstracción de las cosas: es lo que hace que el contenido surta efecto. Al releer La casa de atrás, subrayé la asonancia que hay en la frase holandesa Misschien diept Miep wat clandestiens op («Quizá Miep consiga algo en el mercado negro»); la frase utilizada para rememorar la pluma que ha ido a parar a la estufa por descuido: «mi estilográfica ha sido incinerada, tal como quiero que hagan conmigo llegado el momento»; el aire divertido que se percibe en la manera en que Ana apunta cómo la caracteriza su amado Peter: «No cambias de color ni te inmutas», y también la aguda capacidad de observación en relación con el matrimonio de sus padres y qué actitud adoptar al respecto: «Me he separado de ellos, ahora navego sola y ya veré dónde voy a parar. Todo tiene que ver sobre todo con el hecho de que veo en mí misma un gran ejemplo de cómo ha de ser una madre y una mujer, y no encuentro en ella nada a lo que pueda dársele el nombre de madre.»

 

Ana Frank dispone de un notable talento para el teatro, la sátira, el pastiche y el persiflaje, formas que suponen una intensificación o distorsión de la realidad, especialmente en los párrafos en los que (a simple vista, manteniéndose personalmente fuera de la imagen) cede la palabra a los inmaduros personajes adultos de la casa de atrás, haciendo que se autorretraten a través de sus propias palabras. He aquí el monólogo de la señora Van Daan: «La tarea de reina de la cocina hace rato que no tiene ningún aliciente para mí. Pero como me aburre estar sentada sin hacer nada, me pongo otra vez a cocinar. Y sin embargo me quejo: cocinar sin manteca es imposible, me marean los malos olores. Y luego me pagan con ingratitud y con gritos todos mis esfuerzos, siempre soy la oveja negra, de todo me echan la culpa. Por otra parte, opino que la guerra no adelanta mucho, los alemanes al final se harán con la victoria. Tengo mucho miedo de que nos muramos de hambre y despotrico contra todo el mundo cuando estoy de mal humor.» El señor Van Daan: «Necesito fumar, fumar y fumar, y así la comida, la política, el mal humor de Kerli y todo lo demás no es tan grave. Kerli es una buena mujer. Si no me dan nada que fumar, me pongo malo, y además quiero comer carne, y además vivimos muy mal, nada está bien y seguro que acabaremos tirándonos los trastos a la cabeza. ¡Vaya una estúpida que está hecha esta Kerli mía!». Igualmente magistral es la descripción de la figura del señor Dussel: «Tengo que escribir mi cuota diaria, acabar todo a tiempo. La política va viento en poo-pa, es im-po-sii-ble que nos descubran. ¡Yo, yo y yo...!»

 

Ana mantiene la misma distancia cuando se trata de política, expresándose sobre el tema el 27 de marzo de 1944: el mecanismo universal que describe parece un modelo aplicable a todo debate político entre legos, desatado en el bar o en cualquier otra parte: «Optimistas y pesimistas, sin olvidar sobre todo a los realistas, manifiestan su opinión con inagotable energía, y como suele suceder en todos estos casos, cada cual cree que sólo él tiene razón. A cierta señora le irrita la confianza sin igual que les tiene a los ingleses su señor marido, y cierto señor ataca a su señora esposa a raíz de los comentarios burlones y despreciativos de ésta respecto de su querida nación. Y así sucesivamente, de la mañana a la noche, y lo más curioso es que nunca se aburren. He descubierto algo que funciona a las mil maravillas: es como si pincharas a alguien con alfileres, haciéndole pegar un bote. Exactamente así funciona mi descubrimiento. Ponte a hablar sobre política, y a la primera pregunta, la primera palabra, la primera frase... ¡ya ha metido baza toda la familia!»

 

Naturalmente, el diario también contiene suspiros infantiles («¡Puaj, cómo odio los tiros!»), pero éstos alternan con párrafos de mayor madurez («Cuando una va cambiando, sólo lo nota cuando ya está cambiada»), en los que el estilo personal se encarga invariablemente de generar la chispa de la identificación y de la conciencia de encontrarnos ante una auténtica escritora. Tomemos como ejemplo el pasaje sobre las «cosas sexuales» del 18 de marzo de 1944: «Existe un obstáculo considerable para los adultos ―aunque me parece que no es más que un pequeño obstáculo―, y es que temen que los hijos supuestamente ya no vean al matrimonio como algo sagrado e inviolable, si se enteran de que aquello de la inviolabilidad son cuentos chinos en la mayoría de los casos. A mi modo de ver, no está nada mal que un hombre llegue al matrimonio con alguna experiencia previa, porque ¿acaso tiene eso algo que ver con el propio matrimonio?»

 

Con asombrosa facilidad, en un único párrafo, Ana yuxtapone el gran universo exterior y el pequeño mundo de dentro de la casa, ofreciendo una idea certera de cómo vivían los escondidos sus vidas invisibles: «La guerra marcha a pedir de boca: han caído Bobruisk, Moguiliov y Orsha; muchos prisioneros. Aquí todo all right. Los ánimos mejoran, nuestros optimistas a toda prueba festejan sus triunfos, los Van Daan hacen malabarismos con el azúcar, Bep se ha cambiado de peinado y Miep está de vacaciones por una semana. Hasta aquí las noticias.»

 

Ana tenía un gran conocimiento de sí misma y era consciente de ello: «A veces yo misma me veo como a través de los ojos de otra persona.» Distinguía escrupulosamente entre su lado interior y su lado exterior: «Por dentro, la auténtica Ana me indica el camino, pero por fuera no soy más que una cabrita exaltada que trata de soltarse de las ataduras.»

 

En mi opinión, saber cómo habría que catalogar a La casa de atrás (si de novela de formación, de testimonio de la guerra, de documento íntimo de una joven judía escondida) reviste menos importancia que la constatación de que el talento narrativo de Ana Frank (sin cambiar de color ni inmutarse hasta el final) es incuestionable – y que por lo tanto La casa de atrás merece ocupar un lugar especial en nuestra literatura. Al releer el Diario, no es mala idea dejar de lado en gran medida el mostruo del contexto. La consigna que resuena todos los 4 de mayo, en las conmemoraciones de la guerra («para que nunca olvidemos») adquiriría mayor fuerza si efectivamente diéramos forma a esa advertencia. Conocer el Diario no es lo mismo que leerlo, que equivale a vivirlo. Deberíamos ampliar la consigna, para que la obligación que lleva implícita nos incitara personalmente: «para que nunca olvidemos... leer».

 

 

 

© Traducción: Diego J. Puls