EL ARRIBO |
En dirección opuesta a una bandada de ánsares nivales, y antes que su pequeño puerto espejeante volviera a ser de arena, formando un paisaje de sal y algas marinas; alejándose de un solar patinado con su hogar de cobre amarillo, a merced días y días de los vientos azules del norte, como el polvo de un campo primaveral arado en otoño, alzó las velas para que el mar, administrando justicia sobre un alma que no tolera las anclas, lo acogiera y que los rojos pabellones del velamen quemados por el sol escucharan las impertinencias de Vizcaya, el gruñir perruno de Gibraltar y Atlas, o cola de paloma y timón crujiente y renegón, hasta que contra un claro cielo crepuscular rompieran montes negros el fulgor de un infinito.
Pura pasión estremeció varengas y cuadernas en una corriente de fondo de delfines.
La paloma blanca que, forzada por la sed y el hambre, se había posado esa mañana en la cubierta, se fugó por el ojo de buey de cobre de la cámara apuntando a la estrella polar, situada en el cenit de donde emergía en penumbras una isla incógnita, como otrora la de Calipso para un hijo de Erisos, después de sufrir durante nueve días y nueve noches el asedio del mar y de ocho puntos cardinales sentado en los restos de naufragio de la viga de una quilla. El tiempo, que tomó cuerpo por existir todavía la distancia, hizo que entre pueblo prendido y encrucijada repudiada los faros diminutos de un coche buscasen perdidos estrellas, peces, como buscaba aún con ceño gris la playa una flota que zarpara por una mujer.
En aquella búsqueda sin hallazgos, su alma se reconoció como isla bañada por otras islas.
En el altar anochecido de la playa, donde con un recio golpe de placer de madera en arena atracó su barca, en una catedral de rocas escarpadas, erizos y caballos negros cansados de trotar con estrellas de mar entre las crines, un pequeño fuego con una mula y media de piedra y un hombre obsequioso envuelto en una capa marcaron a hierro su arribo. Y así como sus manos, con ceremoniosa calma y paciencia por la comprensión ajena, giraban el pincho con la carne de cordero; insuflaba su boca, de rodillas siempre, el alma al fuego y mordisqueaban bonachonamente las rocas las mulas, así, invitándolo, le habló aquel hombre, le ofreció su comida y, rompiendo el silencio, le dijo: Kalispera, file (*).
(*) En griego, «Buenas noches, amigo» (N. del T.).
Tjêbbe Hettinga (título original: Oankomst) © Traducción española: Diego J. Puls 2007 (con ocasión del XVII Festival Internacional de Poesía de Medellín, 2007) |