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EL DIARIO DE NAVEGACIÓN

 

 

   Y cuando con el mar la luz azul

temprano lame bajo un manto de gaviotas

   grises las costas atónitas de la isla,

ésta abre sus ojos verdes y se apresta

   para la odisea del día, poniendo

manos a la obra en el puerto, donde

   arriba sin sirenas la flota, plata blanca

refulgente en sus redes y ojos.

   Una gaviota rodeada de dos cálidas manos

remonta vuelo zafándose de las sorprendidas

   palmas de Yorgos, el buzo sordomudo

(que no conoce el lamento pero sí los caminos

   a la claridad que me trae su motor),

aletea rumbo al secreto azul de la luz de sus ojos,

   color de sabiduría arbórea, conocimiento

pétreo, sopesándome en el solar de la sencillez.

 

   Bajo el desván azul de la mañana

blanqueo paredes y los pies de jóvenes

   limoneros, dando la espalda al sol y

a raudas culebras por la noche, y veo

   mulas estoicas guiadas por un hombre

de camisa blanca, cargando colmenas

   azules hacia los campos de flores

melifluas y vacas blanquinegras relucientes,

   y por entre los árboles, platinado, el mar,

que el viento lleva de estribor a babor,

   gaviotas y deseo del puerto, donde

los pescadores se dedican a las extranjeras

  cuando llega taconeando el crepúsculo

y la oscuridad consulta a tientas el diario

  de navegación, topándose, al amparo de un vino

sigiloso, con jirones de historias de vela:

 

   Un estrecho camino de cabras sembrado

de piedras brillosas que serpentea sin cesar

   por las pendientes de colinas ondulantes

y el valle alargado con su torrente seco,

   en bajada, hacia el nido agreste de algas

en grutas azules, barca y pechos opulentos

   en una playa, arada otrora por caballo y

buey, con sal en los surcos y un recién nacido.

   Cautivo en la voz de ninfa y mar, atrapo

sus peces en la concha escarlata del sol,

   que trae a nuestra memoria el aroma y el

sabor de nuestro origen en el mar, con la imagen

   reflejada de los dioses, y mientras ante mis

ojos un viento tibio seca tus pechos goteantes, aso

   el pescado en una parrilla fabricada por mí y lo

desuello, como hace el tiempo con los hombres.

 

   Los siete largos cantos marinos de su voz,

que ondulantes como los montes se dispersan

   por la isla, siete años debatiendo al viento

con los abetos deseos y desgastes, son

   el eterno murmullo del mar o la sangre

revoltosa en las noches cuando ya no hay canto,

   noches que con dedos prestos deshacen

la larga trenza de luz trigueña que descansa

   en los hombros a la altura de las blancas

lunas llenas de las axilas – y como hilaza cae

   el cabello pudoroso sobre los pechos

que, convertidos en melosa seducción,

   mendigan la amarga leche de un hombre

cuya embarcación y mástil se mecen en bosques

   murmurantes esperando un hacha cruel,

una rada espumosa y el regreso a casa.

 

   Un navegante a vela (¿o será un remero

que modela palabras con la arcilla de la noche?)

   barre el viento del océano y en el largo

vaivén ralentizado señala con el dedo

   un albatros que con su aleteo golpea

las olas cual pelele plumado, mirando a su

   alrededor como si pudiera ver el viento,

hasta que, cansado, acomoda la cabeza

   entre las plumas y sueña con firmamentos

zozobrantes y tormentas voladoras, con barcos

   siniestrados navegando al garete - hasta que

en su sueño altanero emerge a su alrededor

   un grupo de delfines, despertándolo con

su escándalo y saltando fuera del agua para

   enseñarle a volar, intentando empujarlo

con sus trompas de vuelta a su reino.

 

   Como, llegado a un océano más boreal,

cielo límpido, las olas más bravías que el viento,

   el cúter de roble de un pescador de

cangrejos (¿será de Arklow o de Wicklow?)

   retumba en dirección de los campos

elíseos mientras la borrosa y verde esponja

   de una isla se hunde en la fuente rajada

de la que se eleva la roja yema del sol

   rumbo a la gavia del tiempo, en la

cubierta bailoteante atan con cuerda

   de cometa las pinzas de los cangrejos

y las doradas caballas de agosto destellan en

   la oscuridad, en medio de una tormenta

cuyos truenos Dave, el barquero menudo

   y pelirrojo, apacigua al conjuro de

'At sea the weather is always fine.'  (*)

 

   Pero entre los pescadores nocturnos

se desata de pronto una agitación indefinida:

   la mar llama. Con mucho escándalo, como

niños cuando se avecina una tormenta, zarpan

   llevándose consigo focos y citas con mujeres

allende una frontera. Y las luces sin adornos

   justo detrás de los codos del eucalipto con

el monito a sus pies se extinguen, no mucho

   después de enmudecer la flota pesquera,

bien lejos, donde la nereida elude la luz. Junto

   al muelle desierto, un plácido vaivén mueve

todavía el timón y la barra, pero la sombra emite

   chillidos de gaviota que planean por los

caminos de la claridad subidos a una moto

   sin silenciador, y por donde vive Yorgos

(llego a notar) se deslizan mudos en el mar.

 

 

(*) En inglés, «En alta mar siempre hace buen tiempo.» (N. del T.)

 

 

Tjêbbe Hettinga (título original: It skipssjoernaal)

© Traducción española: Diego J. Puls 2007

(con ocasión del XVII Festival Internacional de Poesía de Medellín, 2007)