LA ROCA |
¿Se puede saber qué ha guardado del crepúsculo la noche, ahora que la luna redonda recién salida, que como una farola sin palo echa sombras sobre la ancha bahía de la isla de cabras, rocía la playa y a lo lejos transforma en un frisbee una sombrilla olvidada, contemplado desde la roca granítica volcada al mar tiempo atrás con fuerza ciclópea, donde se aloja, los ojos ungidos por la penumbra, un hombre al final de una pregunta? En la cola meneante de la luna, en el agua tranquila, emitiendo un ruido pesado de hierro en el agua, en la profundidad
del silencio flotante, echa las anclas justo debajo de él la silueta negra y reluciente de una esbelta barca pesquera de velas arriadas; en el castillo de proa de la nave, como un gato negro que se rasca, una alargada figura encorvada que arrastra su reflejo a lo largo de la cuerda chorreante por sobre el ancla contra la base de granito, que salta como un gato, un salto que confirma la existencia, el agarre del ancla, y ágiles saltan sus largas piernas de piedra en piedra, siempre más arriba, hasta lo alto de la roca; es Petros, el pescador, su botín en una bolsa de lona ceñida al pecho, y él le dice:
Buenas tardes, Petros, has encontrado un muy buen sitio para sentarte a pescar las purezas del mundo, viejos conceptos o tal vez nada, sin que nadie te moleste. Si no te importa, me siento un momento aquí contigo y me fumo uno de tus cigarrillos. Los pescados que llevo en mi bolsa tienen las mismas ganas de llegar a casa que yo, sí, ríete, pero somos nosotros los que tardamos y no los pescados, que conocen un solo horario: tarde. ¿Si es más cruel el humor o su causa? ¡Buena pregunta! No sabría decirte, pero me consuela enormemente el que siempre haya una escapatoria, como anoche, ese magnífico cabrón plateado a la luz de la luna, y ¡zas!, el espíritu que reina sobre las aguas, ya no está, y eso que casi me rompo la crisma al tratar de agarrarlo, así es, mi mano y el pescado en el aire sobre el agua negra junto a la barca, así pues toda una vida el hombre llega tarde para sí mismo, aunque en esa fracción de segundo piense que puede adelantarse a sí mismo y sobre todo a los demás; sí señor, ahí está el chiste: pescar incluso la incomprensión dentro de uno mismo, no hay pescado sin espinas, vuelvo a casa cada vez con menos de lo que me había propuesto al zarpar, seguro que todo se debe al misterio de la pesca prodigiosa, ¿no cree usted? Las imágenes de las ideas de entonces son tan hermosas como paquidérmicas, igual que aquel bandido negro del mero que arponeamos días pasados: al cortarlo, los cuchillos se desafilaron en un santiamén, pero ¡qué magníficas esas blanquísimas rodajas!, tan hermosas como entonces, hermosas como el viento que aquí sopla hacia el mar, llevando el barco al lugar justo o, como suele decir la Vieja Gaviota aquí detrás: la tierra respira por la noche tan hondo que aspira a los pescadores hacia el nido, soplando con descuido las barcas de vuelta a la cuna del mar.
Un silencio con olor a algas marinas (tabaco del mar) y pescado es el silencio del firmamento flotante con todas sus lunas de plástico, todos sus aviones de línea, que se miran en el espejo del viaje de las estrellas, el devenir de una noción ancestral. Y en un fuego, oliendo a combustible, aparece el fulgor efímero de un rostro ajado, sin afeitar hasta debajo de los ojos, que echan chispas. Y la barba es oscura. Y salvaje el pelo, que descansa formando serpentinas en el escudo de bronce de la frente. Dos de sus dedos sueltan por fin humo inhalado, y tersos labios azulados las palabras:
Un poco de humo no le viene mal a una noche así, que resulta casi demasiado clara, el aire límpido como el azúcar y las estrellas recortadas como el cristal, aunque luego le dé a uno una tortícolis. Mira aquella serpenteante imagen reflejada del másti saliendo de la negra reflexión oscilante del casco, parece un pulpo... Perdón por haberme quedado sin decir nada tanto tiempo. Cuando dijiste: «...cuyo cuchillo corta anillos de la luna,» se me fue el santo al cielo por la palabra «anillos». Se me sigue haciendo un nudo en la garganta desde que perdí a mi primera mujer. Sí, me refiero a aquel pulpo. Lo sabe todo el mundo. No, esto: Fue justo antes del entierro. Por la noche, sentado a su lado, deslicé mi anillo en su dedo junto al suyo, como había hecho ella conmigo menos de un año antes. Aun siendo el destino, algo aquella noche me hizo sentir culpable. Lo hice sin darme cuenta casi. Pero a la mañana siguiente, cuando hubo que cerrar la caja, vi que ya no estaban, ninguno de ellos... Perdón por haberme dejado llevar. Es así, hermano, siguen sin aparecer, aunque los veo siempre en la misma pesadilla, en los dedos de una mujer vestida de luto, que, con una sonrisa de oreja a oreja va echando agua hirviendo sobre una jaula con una rata viva dentro. Guárdatelo en el corazón y llévatelo adondequiera que vayas. Me agrada ver cómo sabes callar en momentos en que otros luchan consigo mismos y ya no consiguen dominarse. Dijiste que nos miramos en el espejo y vemos la contracara de la crueldad. Es nuestra mágica huida por el agua de lo auténtico. Ícaro hecho pez, por decirlo así. Ponerse como un solo hombre en la piel del forastero que somos. ¿Has dicho ponerse? La luna ya se ha puesto casi a la altura de nuestras coronillas. Tengo que irme. No, ya no necesito fuego, este último cigarrillo es para cuando termine de preparar el pescado. Bueno, Petros, buenas noches.
La mirada del uno sigue al otro bordeando la rompiente. Llevando en la mano su captura, con paso tambaleante por la aún tibia arena, mas recobrando la firmeza en los diez peldaños de piedra y en la escalera, el pescador se vuelve hacia la extensa bahía, la luna y la barca, la roca de terciopelo negro, que, susurrando como si fuera un buccino, le augura una buena noche. Noche. Y luego, en la tranquilidad sonora del mar, que en las profundidades del ancla sueña fríamente con ventiscas, tormentas blancas, él atraviesa la luz inerte de una farola solitaria (tentáculos de pulpo las sombras), rumbo a casa, donde están su mujer y sus hijos, entregados a las formas de sus seres.
Y aunque lo acomete el deseo de acostarse, prepara primero su captura, su espíritu atina a vaciar la botella del placer. Y todo cae en el olvido: el pescado, el congelador, la bolsa de lona, la palabra del forastero y el pensar en la mañana que despunta con pescado para Angélica, Catina y Margarita: adiós verdadera esencia del crepúsculo y la noche, adiós hombre sentado en la roca de granito, adiós diálogo y puerto, adiós barcas hermanas del tiempo y bodegas desbordantes de ungüento sombrío, adiós vista al sonido de un ancla y asomo de razón y viento y reflejo y doble desaparición.
Tjêbbe Hettinga (título original: De rots) © Traducción española: Diego J. Puls 2007 (con ocasión del XVII Festival Internacional de Poesía de Medellín, 2007) |