Menu Content/Inhalt
DE ULTRAMAR Y MÁS ALLÁ

 

 

   Una carta, un vuelo, un venir bajo las chapas

de nuestra cabaña escondida en un huerto de olivos,

   por la tarde, en una isla bañada por las olas de un

archipiélago mediterráneo: once días tú, cálida

   y madura como los frutos que acarreas. Tus ojos

ahuyentan la luz más negra de un hombre, y circunda

   tu boca un toque de volar holandés, que se vaporiza

como el polvo calcáreo caliente del camino que te trajo

   y se vuelve en sí mismo con el tractor azul

de la aldea marina, tractor, otra vez camino al mar.

 

   Después del rojo beber en el altar de la sombra verde

oliva, junto al pozo vacío a pleno sol, con vistas a

   lo que nos contempla, mula y mujer, una bandada

de pavos balbuceando un japonés macarrónico junto a

   una Suzuki de doscientos cincuenta cc, comentando

las dos jetas de la isla o, entre risas, la ubicación de dos

   amigas y un hombre en la vieja moto bajando en

volandas el sendero sinuoso hacia el murmullo de la bahía

   con sus olas de metro y medio sin viento, ni un soplo,

de una tempestad lejana, de un ayer para siempre, el mar.

 

   Y con tu rostro oscuro refulgente que descubre ahora

entre chillidos, ola tras ola, el blanco coral de tus dientes

   hacia ojos quietos debajo del verde sombrero de cazador

de la costa, te veo con el agua hasta los tobillos en la panza

   contenida del mar, entre dos olas cuajadas como recuerdos

de viaje, en una fuente esplendorosa de concha de vidrio azul

   ovalado, tu blanco y ceñido traje de baño remangado hasta

la oscura «o» de tus caderas, los pechos tremendamente

   desnudos y los brazos que ya capitulan ante la deriva

enfurecida del agua, a ti, Afrodita del Caribe.

 

   Tanto porque te hablan como porque te seducen los nombres

de los barcos fondeados en el puerto de verano que, con finos

   trazos de su pluma, inmortalizó hace un par de siglos ya

definitivamente zarpados Hércules Seghers – Zakynthos,

   Kilini, Kastor / Pollux, Stardust, Aspropirgos –, te has

apostado (tacones altos, la mano apoyada en la cadera,

   bañada por el sol de septiembre y una brisa que a las claras

quiere arrebatarte el vestido largo blanco de verano cual botín

   de caza de tus formas heredadas) en el muelle contra los

vendavales de invierno y desafías las redes de los pescadores.

 

   Al caer la tarde, cuando la oscuridad arrea como hace un

momento a las ovejas y al pastor por los antiquísimos olivares

   del recogimiento; la cabaña de chapas se calienta más

que el pozo de piedra junto a las sillas mudas y los bandidos

   de la libido reflexionan ya sobre la cárcel de la noche, tú,

desnuda hasta la vergüenza, atrapas una culebra negra y te ves

   envuelta en una lucha con el agua (vidrio negro que hace

aún más negro tu negro cuerpo) y con nosotros, mientras

   a nosotros, fríamente, la sal marina se nos enjuaga de la piel

asustada y el gozo en chorros hace que gritemos y nos llueva.

 

   La penumbra encorvada, que huele a madera y mar,

cierra los huertos ayudada por los perros gruñones atados

   a sus cadenas, suelta las ratas y, desde la bodega de un

barco hundido a gran profundidad, la luna, escuchando

   en el borde del pozo murmurante la plática ininteligible

de dos amigas que se visten mutuamente, estallando

   varias veces de la risa elocuente que sale de la

cabaña, y huele, inesperadamente, a través del pensar

   en el mar y la madera, el aroma de nuevas pelambres

y flores extrañas que colorea esta muda penumbra.

 

   Bajo la pérgola de la salamandra y los racimos de uvas

maduras que evocan una imagen veterotestamentaria,

   a la luz espectral de una candela proyectada sobre

la vieja muralla donde Don Sismo ha grabado

   su homérico autógrafo, tú yerras, tu blanco vestido

de baile recién puesto, tus carnosos y ansiosos labios,

   alejándote de esta isla hacia la tuya caribeña,

con manos que describen con cada vez más alharaca

   su historia, tu origen, y ojos de fuego que alguna

noche atrajo a un barco de un continente ignoto.

 

   Y luego, en la henchida algarabía de la fiesta pobremente

iluminada de los bueyes, los carneros y los machos cabríos de los

   campesinos y los matarifes de ovejas y cabras que habitan

las licenciosas colinas que circundan el caserío, tú navegas bailando

   en los brazos españoles de un capitán de navío varado (que

algún día escapó de las ruines ratas chilenas y se pavoneaba

   hace poco ante los atónitos aldeanos llevando de una cuerda

a dos culebras), ligera como una mariposa, hacia la noche, allende

   los mares para – ¡oh, estrellas! – zozobrar en el amor, ser arrojada

por el mar como una carta embotellada a la playa de tu Curazao:

 

   ¡Ay, mi madre!, reina un silencio mortal, como con agua

de cristal a mi alrededor y peces mudos con, ¡oh!, la boca

   abierta de par en par bajo la costa aletargada de Koraalspecht;

un silencio como del grillo y la noche embarazada de él,

   de luz del día que hurga en lo hondo y me levanta en andas

temprano por la mañana junto al fuerte Nassau, donde el viento

   sopla de arriba buscando tu morada en Santa Rosa;

un silencio como de estas letras en tu regazo, en el jardín

   del tango dorado y transparente del mango con

los altivos alisios del norte, de ultramar y más allá.

   En la más completa soledad, como la esquiva iguana

trepada al sentebibu bajo el sol del mediodía

   (que a diario sueña en dos la rápida jornada),

entre los cactos robustos, mi corazón. Pero canto, bailo

   toda la noche, voz y entraña de una ciudad portuaria

con aliento a pescado y a mar, azul melancolía masculina,

   la leyenda de una mano blanca, mano de marino

en mi hombro negro que la sostiene y que es dúctil pero tenaz

   como el watapana, de tanta espera palpitante

y de mi esencia de mujer debajo del tamarindo.

   Y en el murmullo de las rompientes de ambas islas

(¿mantendrá el corcho al espíritu dentro de la botella?)

   mi sangre, que arrebata mis pensamientos sin darme

cuenta, me conduce al mar, pero ya no sabe quién produce

   tanto escándalo (si los niños en la playa, las gaviotas

disputándose un pescado o los delfines en la bahía) – hasta que

   de pronto, meciéndose en la arena de mis sueños, mis once

bandidos cantan: «Quen, quen nos que tuma que tuma que tuma,

   quen, quen,» formando un círculo en la penumbra bajo un árbol

junto a un pozo en una nube sobre un barco en una botella.

 

 

 

Tjêbbe Hettinga (título original: Fan oer see en fierder)

© Traducción española: Diego J. Puls 2007

(con ocasión del XVII Festival Internacional de Poesía de Medellín, 2007)