BAILA LOS PUÑALES EN MI PIEL |
La tarde, inadvertidamente, ha montado el caballo de madera de la noche – y tu piel, que migró hacia el Este, tensa como una flecha o un arco iris los arreos de mi deseo. Con tu oro de luna y tus murciélagos plateados desafías bailando
el hierro candente del verano, como suele hacer, verde botella, la noche, que da un bufido a las altas murallas de la ciudadela del amor, los cuchillos, las lenguas, las bocas ardientes por afilar. Grises por el humo del tiempo y negros por los incendios en sus corazones abrasados,
aduladores lenguaraces arrebatan verdades arrancadas de raíz de una tierra de luz antigua, a la desnudez de tus dientes y al viento negro que cimbrea en tu pelo oscuro y ondulado, que crece hasta las espinas de sus reverencias.
Y gallos con crestas de fuego y palos flameantes, cacareando en una ilusión de luz, se escabullen del sudoroso solar hundido de la noche, que con sus ojos verdes chillones yace a la espera de un corcovo al pie de la montaña silenciosa que baila al atardecer:
tierra junto al mar hijo pródigo del dios dinero, que volvió con un solo ojo y una bolsa llena de plata, con la que te ha de poseer; mar junto a la tierra el marinero perdido, que la última ola negra de su bigote deposita en la playa absorta de tus pechos;
pastor hundido en uvas y resina, que descendió de tórridas montañas en un torrente de dolor – su destino – que quiere agotar junto a tus puertas de Troya, con los ojos oliva oscuro de un carnero (que alguna vez fueron los luceros de una cabra montés);
o, con un par de ojos clavados en la espalda, el pescador y ex campeón de sirtaki que abraza el canto y el baile y que, cubriéndose con éste, deposita su mano como un puente de hambre escondida sobre el grácil lecho moreno de tu columna vertebral.
¡Quédate, Eleni, quédate aquí conmigo! ¡Tú sola, girando en jirones encima de una mesa, junto a una puerta destruida de este caserío agridulce junto al mar, sorbiendo de una montaña del deseo la noche como un pulpo, bajo los efectos de la frívola
luna de Dionisos, arañadora maníaca con garras de lechuza, que se lleva a su casa presas mansas y la vía láctea, pico rojo de la muerte, torbellino de amenaza negra como el azabache, baila, baila los puñales en mi piel, aparta la mirada y baila, baila!
De repente calla la música, como para no volver a tocar sino junto al sepulcro de quienes clavaron los cuchillos, los heridos. Llamar es venir; vociferar, matar; esperar es la muerte. En algún lugar, bajo la queda luz de la lámpara de aceite, saboreas sangre en tu boca.
Y en un calambre punzante, que encoje las cuatro cavidades rojas de mi ego moribundo como el susto la piel, mis cinco sentidos se inclinan sobre tu cuerpo asombrado – y yo caigo, caigo encima de ti como un puente en el torrente de tu encanto.
Tjêbbe Hettinga (título original: Dûnsje dy de dolken yn myn hûd) © Traducción española: Diego J. Puls 2007 (con ocasión del XVII Festival Internacional de Poesía de Medellín, 2007) |