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DEBAJO DEL MUNDO

 

 

En su olivar polvoriento con vista al sepulcro

   de su hijo allá abajo, un pescador tempranero

 

secaba las redes de una noche que murió flotando.

   Desde el valle profundo, cien gallos roncos cacareaban

 

la luz hacia arriba y cerca del camino que baja al mar,

   las cigarras cortaban la red de silencio que rodea la casa

 

de padre a hijo, donde la mujer conyugada aún dormía

   soñando con el marido, el pescador ciego de tiempo que,

 

martillo en mano (martillo, sabía, con el que alguna vez su hijo

   levantó el desvencijado palomar), seguía construyendo su barca.

 

Ella lo atizaba con arranques desamarrados de las profundidades,

   golpeando y zarandeando el ancla hundida del sueño.

 

Y con la muerte a sus espaldas el ardoroso pescador expulsó el sudor

   de su frente y ¡oh!, corazón palpitante en madera y sueños,

 

de su mente asimismo negras redes que enredaron piernas blancas.

   Con un clavo tras otro atravesó pasillos, cuadernas, lágrimas y tiempo,

 

lágrimas que licuaban ese tiempo hacia el mar de su hijo

   allá abajo, un mar ascendente, en el que su isla, perseguida

 

por gaviotas revoltosas, navegaba con montañas quebradas

   como un barco enmohecido surcando siglos ondulantes,

 

en aguas que veían en las nubes cielo en tierra.

   Ella veía en su rostro sin cesar los estremecimientos

 

del seno de la Tierra, sus ojos penetrándola hasta lo más

   recóndito, agujereando a golpes el casco de su frágil

 

alma, como ahora; y él se volvió hacia ella, soltó

   el martillo, en voz baja dijo adiós al palomar y siguió

 

trabajando, contempló los dientes de su sierra (reluciente) y,

   vio también, al sonreírle al filo de la sierra,

 

sus propios dientes y, en el acero azul de sus ojos, el mar –

   en su reflejo el sol desnudó su indigencia.

 

Y como aceite verde, las sombras de olivos esculpidos

   atravesaron el sueño de ella, volviendo a los troncos

 

seductoramente retorcidos, para brotar luego del otro lado

   en forma de un saltar patilargo de sepias o serpientes.

 

Insistentes ramalazos de la sierra musical penetraron

   en su respiración dócil, la orilla ocre de sus carnes. Y

 

el sudor fogoso del pescador fluyó sin parar desde su barca

   hacia el mar, fluyó hacia su cara, haciéndola de plata.

 

Sometido a los martillazos de una barca repleta de sangre, que con

   músculos de remero trajinaba contra la corriente en la garganta:

 

el corazón; librado a la voluntad del tiempo, que despertaría

   por propio impulso en plena misericordia sólo cuando

 

también la mala voluntad de un espacio estrangulador, que

   contuviera dentro de sí aquello que no entendía de misericordia:

 

el cuerpo, y las exasperadas uñas, torcidas como cuernos, luchando

   a vida o muerte en pos de áridas cumbres, refugio de la cabra

 

montés, el arca mítica en las nieves eternas, el punzón incidente

   del sol, cielo resplandeciente, rompió el magma de la Tierra.

 

El mar se estremeció, hinchándose; baupreses, botavaras, cangrejos

   y mástiles amarillos se golpeteaban unos contra otros,

 

confundiéndose en una negra red de cables, estayes, escotas, trizas y

   cabos, dando bandazos contra un cielo naranja sucio.

 

Del empinado lomo del mar azul tinta se escabulló un cardumen

   de peces plateados pareados con forma de sable

 

y sin cabeza, que vibraba en un temblor incesante.

   Mientras llovía hollín de las nubes tenebrosas del cielo,

 

el mar bravío y encorvado acometía contra los pies de

   cerros y colinas, donde los muertos se estremecían en sus cajas.

 

Por un instante, los espumajes de las olas se amedrentaron

   ante la cruz con la foto de un muchacho delgado de camiseta roja

 

descolorida levantando una haltera que lo superaba,

   allá abajo, donde la colina se ladeaba y se hundía.

 

De las copas de los olivos que se hundían, emergió

   con sus velas en luz granulosa el blanco esqueleto de una

 

barca pesquera, con un timón como un martillo y un overol henchido,

   sin pescador y una mujer convertida en sal, que con ojos

 

desquiciados miró hacia atrás, hacia algo donde había estado la isla.

   En lo alto, la cabeza de un oso polar muerto: la luna.

 

 

 

Tjêbbe Hettinga (título original:  Under de wrâld)

© Traducción española: Diego J. Puls 2007

(con ocasión del XVII Festival Internacional de Poesía de Medellín, 2007)