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EL PASTOR DE OVEJAS

 

 

   La aldea de aceite, que con sus cuerdas

tensadas verde oscuras de los cipreses

   descansa en el crepúsculo y la colina

como un arpa de piedra sin tocar, ha enviado

   a su pastor de ovejas a la mansa lejanía,

por atávicas veredas, para arrear con cencerro

   seco y ladridos coloridos la oscuridad

 

de mis ojos hacia los rediles de sus sueños.

   Y el viento del ciego aleteo del murciélago

echa en mi cara, a la vuelta ya de mi cabaña,

   una racha cargada de presencia ovejuna.

(¡Oh!, tiempo abandonado en el verde, y solar

   lleno de lana limpia recién esquilada, de rodillas,

sin afeitar, Swarte Eit y frío de mayo azul intenso).

 

   De ese olor emerge de repente Nionios.

En su rostro curtido por el sol aflora, acaso

   para siempre, una sonrisa como la de un

muerto contento que al instante comerá con su

   boca sin asombro la oscura tierra que lo

acogió, cuidó y amparó, quién sabe cuánto.

   Y tranquilos, como el murmullo del rebaño

 

bajo los olivos abiertos, los ojos de

   Nionios pastando en la placidez, algo

entornados por la navaja atrevida de la luz,

   las puñaladas asestadas por la noche, y

balbuceando (la oscuridad del habla) de un

   Job resignado las palabras de testamentos

rebosantes de ovejas, o a la muerte

 

   un lamento de plata mate, la boca. Una

mujer como un carnero, que lo ha repudiado,

   que en el tajo de sangre negra somete

con placer etéreo al hacha gallos y gallinas

   y que alguna vez optó por un electricista

trepapostes, le espeta a diario en su propia

   casa, otro cuarto, huraña y amargada,

 

un plato de bazofia. También ahí aparece

   la afable sombra de su sonrisa, su paraíso

incombustible. Cuando a ella por la noche

   le saltan los fusibles y en los sueños de él

estalla el cortocircuito del amor, Nionios

   se desliza hacia fuera, cruza el solar y en

el corral se refugia en la lana de las ovejas,

 

   que ya de muy pequeño lo cobijaba.

Allí cuidaba de él su isla, luz que cuidaba

   de la sombra de los olivos y las grandes

ovejas de padre con el triste resplandor

   de los cencerros que ahora, callados todos

los cielos, oigo repicar en la tumba de la luz.

   Y yo sé que él sabe que hay dioses

 

que hacen que el destino sonría, desde que

   él, Iannis, que después de seis años en

Sidney regenta ahora con padre y madre

   The Blue Horizon, y Panaiotis, fabricante

de marcapasos en Oklahoma, jugaban de niños

   entre culebras, escorpiones y salamandras,

mientras las cabras se bamboleaban en los

 

   pinchos al sol y sus horas irrisorias: el

tiempo, radiante como la cara de los ojos.

   Con el andar cansino de aquellos días,

Nionios va con su rebaño al encuentro del

   saber azul del anochecer (una toga, un

fundamento), pisotea las palabras que carcomía

   el fuego de Santelmo y el dolor, en una

 

tierra eternamente fértil de olvido, camina,

   desprendido del tiempo por el bastón

y los suaves balidos, entre limón e higo

   a la vera de mi reino de sombras, rumbo a

la aldea y la electricidad, con una sonrisa

   que alumbra la noche ya más que la luna

que brilla escondida tras los montes, todavía.

 

 

 

Tjêbbe Hettinga (título original:  De skieppehoeder)

© Traducción española: Diego J. Puls 2007

(con ocasión del XVII Festival Internacional de Poesía de Medellín, 2007)