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EL MORAL

 

 

Es puro señuelo la cara de la mujer del pescador

en el solar azul de la bahía, inundado de melancólica

luz matinal del mar, gritos de gaviotas y un adiós.

 

Frente a su caseta, entre las parras, envuelta en la tibia

brisa levantina de la seducción que lo incitó a servirse

de comer y de beber y amor ciego tras la cálida bienvenida

 

deparada, por un momento ella al partir le agarra los

dedos, en un último remoloneo de carne blanda y trémula

previo a un viaje de continuo no saber por un mar infinito.

 

En la luz amarillenta que baila alrededor de la cabeza de ella,

los peces salados de sus ojos buscan sus propias aguas,

sus manos se deslizan con desgana soltando las de la mujer

 

y sus ojos se refugian en el moral, testigo de sus siestas

y donde The Lady of Jazz (más pequeña aún que el viejo

Satchmo, sentado a su lado con gorra de visera y corneta)

 

se paseaba en camioneta por – había una vez – un mar

de hierba serena, donde su sueño había visto los caballos,

el contoneo de las carretas con heno y las tacitas de porcelana

 

blanca en los postes con cables llenos de golondrinas, pentagramas

de un lento blues en si bemol. Y bajo el moral languidece

la mula, la escalera trepa hacia el embarcadero y la luz filtrada.

 

Y hay un chiquillo de siete años (pero sin peso) sentado en la

huesuda rodilla desnuda, en medio del zumbido del motor Diesel

de una vieja pick-up llena de impotencia que bordea la bahía:

 

impotencia porque el viento que se agita en la mano infantil

se niega a mostrarse, porque su alma, y no él, se sentó

en el rígido lomo de la mula debajo del moral.

 

Viejos veleros esbeltos de mejillas rojas reman, ¡oh, mástil

nudo!, contra el viento del Este, sorteando pieles de ovejas

en un río dorado. Y los remeros se afanan, corazón palpitante,

 

al contornear una isla rocosa con aspecto de tortuga.

Cabras que pastan sin pastor despojan su exigua espalda

redonda, mientras entre el caparazón y la cabeza altanera,

 

por donde a veces espumea el mar embravecido, nueve

parsimoniosas mulas guiadas por sendas amazonas

avanzan pisando la espuma de un mar satisfecho.

 

Y cada cual con sus dieciocho remos, las exóticas garzas

reales –los veleros– remontan vuelo con cautela, en perfecta

formación, goteando aún las puntas de las alas, contra

 

un viento sin nubes apuntando hacia una nueva Cólquida.

Al planear sobre una bahía de recato ¿ven acaso en

la luz clara color arena de la profundidad vidriosa

 

los grandes ojos oscuros que son las tortugas marinas,

que llevan en sus conchas las costas de Egipto y de Libia, o

las llama únicamente el instinto, como al sediento la bebida?

 

Una curva cerrada en el dique hace mudar con cierta

brusquedad la vista de una bahía llena de barcos modosos,

y el ruido ascendente de un motor de seis cilindros, más

 

el súbito torbellino de resina de abetos lagrimeantes en el

habitáculo abierto, acortan, con timidez primero y luego con

soltura, las distancias entre lo propio y lo que ha traído el viento.

 

Es el chiquillo, ligero cual pluma de ganso, que lo transporta

de nuevo a la rodilla huesuda que es, zumbando por

la obesa aldea de parras y saludando con la mano

 

al carpintero Costas, un Agamenón en camiseta que, parado

junto al cobertizo y a sus aprendices, encima de una montaña de

virutas, domina con la mirada, metro en mano, su mudas huestes;

 

a Tesía la del surtidor, que, la eterna colilla encendida en la

comisura de los labios, llena con un ojo y una mano

el depósito de combustible del noctívago Yorgos el Buldózer;

 

a Dionisio el de El pirata argelino («¿quién pisa con los pies

descalzos las uvas de mis pensamientos?»), que declamaba

al son de los reclamos del búho con su boca redonda

 

Termópilas de Cavafis durante la cena

de su cabrito, al pie del campo de batalla de la noche:

ángel de mármol blanco subido a un mudo pedestal

 

que ventrilocua en una plaza vacía - I tan i epi tas (*) - aquí,

donde viajaban antaño las estrellas de los trigales hacia, ¡oh!,

aquel mar y las afiladas sombras de la luna llena

 

cual negros mantos de la caridad hacia las pinzas plateadas

de la mañana, esta mañana, que al final acarrea la victoria

de la aldea. Nombre tachado. Labios petrificados. Y

 

en la sordez de la profunda lejanía, al final del descenso

de Diesel hacia el mar, una bandada de gaviotas buscando

voces y pescado sobrevuela un puerto que lo llama

 

mediante un barco negro con la bodega abierta repleta

de ovejas. Y sólo ahora la mula debajo del moral se pone

en movimiento, en una luz que es puro señuelo para su polizón.

 

 

(*)  En griego, «O (volver con) el escudo o encima de él», lema de Esparta (N. del T.).

 

 

Tjêbbe Hettinga (título original:  De moerbeibeam)

© Traducción española: Diego J. Puls 2007

(con ocasión del XVII Festival Internacional de Poesía de Medellín, 2007)