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ENTRE LOS ARPONEROS

 

 

                           En el mar comenzó su existencia

y salida del mar, subida a sus largas patas y guarnecida

de plata por el sol, vino al encuentro de los arponeros del

verano. Un remolino aterciopelado se deslizó por los juncos

de la playa verde. Aves marinas, en busca de viento y de peces,

describieron un círculo en su pelo gimoteante y seductor.

 

                           En el espejo de sus ojos,

sobre los que aleteaba una sombra azul, ella se acicaló

con el ámbar de la luz, la acritud de la desnudez

y la graciosa lentitud de su oscuro interior, para los

hombres instalados en la terraza acristalada del hotel

junto al roble de la lechuza. Y éstos, los cazapeces venidos

 

                           de las aldeas escondidas,

quedaron atrapados en las redes de su cuerpo, las tijeras de

sus piernas cruzadas, sus ojos, que –ya ahora– reprendían

a la noche. Trajes de piel, confeccionadas para la caída

de carne y hueso, las alas inertes como los ángeles montados en

adustas yeguas que surcaban los cielos en pos del mar, esperaron

 

                           el abrazo de ella en el camino.

(Sueños, sueños, la excrecencia de la luz temeraria.)

Apretujados entre el bosque y el mar, los cazadores conspiraron

y bebieron el oro de los dioses, como alguno dijo. Aves de caza

remontaron el vuelo hacia los acantilados, y el sol ennegreció.

Una radio encima de una nevera portátil junto a un perro dormido

 

                           entonó el blues de sus voces quebradas:

tristeza llevadera colgada de puños, de hombros demasiado altos.

Ella, que se había salido de su concha, acoompañada de tres

solícitas vírgenes, dejó que uno de los pretendientes

le arrebatara un cinturón de plata de su neceser

azul marino, y saltaron chispas en el ojo de gallo.

 

                           Un pandemonio se elevó

hasta alcanzar el cielo. Aves marinas, como palomas de la espuma,

zozobraron en las cimas de sus sones roncos.

La serpiente de plata, secuestradora de los símbolos,

que, brillo y belleza ciñiéndose alrededor de sus caderas, la

circundaría graciosamente, luego, cuando en el bosque cantara el celo,

 

                           les recordó a una artista

del strip-tease: con su sonrisa misteriosa, las finas

y elevadas comisuras de los labios, que acercaban esa boca

carnosa al hoyuelo que se dibujaba en su mejilla,

portadora del lunar debajo de uno de los ojos almendrados,

expresivos con cejas, pecas y un pelo como de cuervos.

 

                           Ella, foco del deseo

(esa casa sin tejado siempre a punto de venirse abajo),

ella, y sólo ella, se irguió y desfiló, abanico y viento,

contoneándose y arreglándose el pelo con los dedos, delante

de los hombres, entrando y saliendo del hotel. Las recias voces

del paisaje remitieron cuando ella, haciendo girar

 

                           las angostas bisagras

de sus rodillas, volvió a cruzar las piernas entre los arponeros.

No, no temía a la callosidad que pretendía encontrar apoyo

en los cuellos de anhelantes botellas marrones, ni

a los tatuajes heridos que lloraban a sus madres,

ni a la broma de mal gusto que derretía el estaño entre los sentidos.

 

                           El encantamiento de lo insólito:

toneles de pescado humeantes en el crepúsculo, sementales negros

en potentes explanadas, chalupas, cascos, todo la atraía. Bebió

un sorbo de un retsina, ofrecido cortésmente,

y habló de grandes y lejanas metrópolis, de plazas

con ballenas que expulsaban el mar hacia el cielo, por encima de

 

                           azules cordilleras de cristal,

puentes de vidrio y un rocío que agrandaba los árboles.

Elogió el vino y alguien dijo que las sombras azules hacían

que las perdices de los campos de trigo volvieran al nido

y que los zorros de las colinas abandonaran la madriguera acechante.

Los animales la seguían, dijo, señalando a dos grullas

 

                           con la noche ya entre las plumas,

junto a la línea de la costa. Los granjeros vigilan los gansos

y las celosas campesinas las gallinas cluecas,

dijio alguien que la engatusaba contándole mitos de animales.

Y él, que estaba dispuesto a morir sometido a su imagen ardiente,

le ciñó el cinturón y la llevó donde su yegua,

 

                           su moto, que por las noches incendiaba

granjas, arrasaba praderas a guadañazos tenebrosos

y desgarraba los vientres de aldeas anestesiadas.

Y se oyeron dulces palabras bajo el roble, donde la belleza

se entregó a la crueldad. Él, olvidándose de sus amigos del mar,

y ella, a sabiendas de que las vírgenes del fuego estaban listas,

 

                           hicieron caer a todos en la trampa

del violeta en el mar, la lechuza que colgó al topo, la mancha

de sangre a la luz de la luna, el último cuarto de hora, entonces

entonces: haces de luz que, en busca de la encrucijada, se adentraron

en el antro de la muerte, llevando solícitas vírgenes temerosas

en su estela de fuego, y arponeros que malbarataban los veranos

 

                           a la luz quebrada.

La noche –esa puerta cerrada de la luna– fue la muerte

para ella, que abandonó al mar a sus huesos, para él,

que en la ofuscación del animal halló la entrada a la hacienda,

simultáneamente, en una granja en llamas, ojos que se

abrasan, corazones reducidos a cenizas junto con los cabellos.

 

 

 

Tjêbbe Hettinga (título original: Onder de harpoeniers); extraído de: Vreemde kusten (Costas lejanas)

© Traducción española (del neerlandés): Diego J. Puls 1995 (?)