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LA RUTA DEL SALITRE
 

A fines del siglo XIX, la bahía de Iquique semejaba una selva de mástiles. Una enorme cantidad de grandes veleros de tres y cuatro palos esperaba su turno para cargar salitre. Las embarcaciones estaban fondeadas a cierta distancia de la costa, sujetas a la infinidad de boyas que allí se encontraban. Cargados de mercancías o pasajeros, los balandros iban y venían por derroteros especiales, salvando los escollos. Los marineros tenían que remar con fuerza, para que sus embarcaciones no se estrellaran contra los peñascos o acabaran siendo presa de las altas olas.

 

Había a veces hasta cuarenta o cincuenta de aquellos grandes buques de vela esperando al mismo tiempo en la bahía. Un día cualquiera –el 13 de octubre de 1895, por ejemplo–, el número de veleros que cargaban salitre ascendía a veintiocho, acompañados de otras veinte embarcaciones que descargaban madera, carbón mineral, caña de azúcar y carga general. Los veleros procedían de Inglaterra y Alemania en su mayoría.

 

En su libro The Nitrate Clippers (Los veleros del salitre), publicado en 1932, el navegante y escritor inglés Basil Lubbock se refiere a los atractivos de Iquique a fines del siglo XIX. El alcohol se vendía muy barato. Muchos marinos desertaban de sus naves; se iban a trabajar en las minas de salitre o se establecían en Iquique, donde regenteaban bares y locales de baile. Sin embargo, a veces acababan mal, quedándose sin techo o yendo a parar al arroyo. La estadía de un marino en Iquique finalizaba a menudo en la cárcel.

 

Lubbock describe exultado la bahía de Iquique. Algunas veces se volvía peligrosa, debido a la altura de las olas o la fuerza del viento del norte que se desataba repentinamente, haciendo que los veleros se soltaran de sus anclas, o cuando se producían terremotos o maremotos.

 

Con todo, los veleros solían estar tranquilamente fondeados en hilera, uno a la vera del otro, sujetos mediante dos anclas en la proa y otra en la popa y meciéndose perezosos al compás de las largas olas del océano. Entre las hileras de barcos iban y venían pequeñas lanchas tripuladas por remeros, que, con largos golpes de remo, llevaban sacos de nitrato a los barcos o regresaban a la costa cargados hasta los topes de madera o carbón mineral. Otros balandros proveían a los veleros de vituallas. En el puerto había guardias, los llamados «huasimen» –término derivado del vocablo inglés watchmen–, que cuidaban de que los barcos no fueran blanco de robos y asaltos por parte de marineros o costeños.

 

No sólo los oficiales y los marineros, sino también los grumetes la pasaban muy bien en el puerto. Debían llevar a los tripulantes a remo hasta la costa. Los sábados y domingos, los capitanes organizaban a veces competencias de pesca: arrojaban una barra de dinamita en la bahía, y a los pocos minutos los peces flotaban en grandes cantidades en la superficie, para que los grumetes pudieran capturarlos fácilmente. Algunos capitanes interesados en la naturaleza realizaban excursiones en barca con sus marineros novatos a lo largo de la costa, para observar pájaros poco habituales y plantas exóticas.

 

Durante la Primera Guerra Mundial, había fondeados en la bahía de Iquique decenas de barcos salitreros alemanes. Sólo estaban seguros en puertos neutrales, como los de Chile, país comerciante que se mantuvo al margen del conflicto bélico. En caso de abandonar el puerto, las naves alemanas corrían el riesgo de que las flotas enemigas acabaran hundiéndolas y tomaran prisioneras a las tripulaciones.

 

Al estallar la guerra, en 1914, los aliados habían instaurado inmediatamente un boicot comercial a Alemania. Buques de guerra británicos y franceses detenían a cualquier barco de carga con destino a ese país e impedían que la flota alemana saliera de sus puertos.

 

Todos aquellos años que duró la guerra, permanecieron en la bahía de Iquique los veleros alemanes Lisbeth, Olympia, Edmund, Ostara, Carla, Herbert y el Passat, el Primas, el Pelikan y el Parma de la compañía naviera Laeisz, además de una cuarentena de barcos de vapor de idéntico pabellón, como el Holstein.

 

Inicialmente, los tripulantes conservaban la esperanza de que la guerra terminaría rápido, pero los años fueron pasando. Largas y tediosas estaciones se sucedían mientras los barcos salitreros se mecían anclados frente a la costa, con sus tripulantes aislados de sus patrias, despojados de noticias y lejos de sus parientes, familias y hogares. Muchos de ellos se entregaron a la bebida, algunos pasaron una temporada en la cárcel de Iquique, otros intentaron llegar a Alemania por vías alternativas. Y muchos esperaron hasta poder desplegar las velas y navegar de regreso a casa doblando el cabo de Hornos. La espera se prolongó durante tanto tiempo, que acabaron acostumbrándose, e incluso cuando en 1918 la guerra terminó, los marinos alemanes tuvieron que esperar otros dos años a que concluyera la Conferencia de paz de Versalles, que determinó la suerte que correrían los barcos alemanes. Los múltiples problemas por resolver después de la guerra y las indemnizaciones pendientes hicieron que no se diera mucha prioridad a la suerte de los viejos veleros y sus tripulaciones varados frente a la costa chilena.

 

Entre los numerosos grandes veleros que durante la Primera Guerra Mundial esperaban el final del conflicto fondeados en la bahía de Iquique, se encontraba el Parma, un buque de acero de cuatro palos de pabellón alemán.

 

Este velero de 3.084 toneladas, construido en 1902 en los astilleros de A. Rodger & Co, de Glasgow, Escocia, y bautizado con el nombre de Arrow, poseía en la nave central una cubierta abierta, en lugar de una estructura en forma de isla, con el puente, la timonera y el cuarto de derrota en el medio del barco, como muchos veleros de carga alemanes. El barco era utilizado para transportar barriles de petróleo de puertos estadounidenses a Extremo Oriente. En 1911, la compañía naviera Laeisz, de Hamburgo, lo adquirió de la Anglo-American Oil Company, de Londres, bautizándolo con el nuevo nombre de «Parma», en honor a la ciudad del norte de Italia famosa por sus violetas y sus jamones. Durante su primera travesía, el Parma, todavía con la tripulación del Arrow, transportó barriles de petróleo al Japón, donde desertaron varios marinos, que fueron sustituidos por japoneses. A continuación, navegó rumbo a Australia para cargar carbón, que transportó luego a Chile.

 

En 1914, el Parma arribó al puerto de Valparaíso. Por la noche, la vigilancia dio la voz de alarma: «¡Fuego a bordo!» Resultó que la carga de carbón en la bodega se había prendido fuego en varios lugares. Todo el mundo tuvo que ayudar a combatir el incendio, pero los japoneses, reacios, escurrieron el bulto. Afortunadamente, en ese momento arribaba al puerto el Potosí, un gran velero de cinco palos perteneciente asimismo a la naviera Laeisz. El capitán reunió enseguida a su tripulación, y en sus balandros se acercaron a socorrer al Parma. Lograron dominar el incendio, y aunque se perdieron algunas toneladas de carbón, el Parma en sí no sufrió mayores daños. Luego se puso en evidencia que un tripulante japonés había prendido fuego a la carga. A modo de represalia, la compañía despidió a todos sus connacionales.

 

Acto seguido, el Parma zarpó con rumbo a Iquique para cargar salitre. Una vez allí, la tripulación se enteró de que había estallado la guerra. Al igual que el resto de los barcos alemanes, el Parma se vio obligado a esperar fondeado en la bahía a que terminara el conflicto. Todo ese tiempo se siguió escribiendo el diario de navegación. Ese cuaderno de bitácora se conserva aún: un libro alargado, encuadernado en color negro, corroído por el agua marina y por el tiempo. Con una bonita caligrafía, se ofrece en él una descripción detallada de los miembros de la tripulación: aparte del capitán y dos oficiales, se encontraban a bordo otros treinta marinos. Al cabo de algún tiempo, nueve presentaron la renuncia o simplemente se marcharon, entre ellos el capitán Wist, debiendo asumir el mando el primer oficial, Karl Dieckmann.

 

Todos aquellos años de permanencia en Iquique, en el Parma no sucedió gran cosa, salvo un par de pequeños incidentes. Así, por ejemplo, el cuaderno de bitácora da cuenta de que en una ocasión el cocinero se enojó muchísimo al perder su cigarro. Acusó a dos marineros de habérselo robado, lo que derivó en una gran trifulca. Tanto a éstos como a aquél les impusieron multas por perturbación del orden. Mientras duraba la guerra, la tripulación no podía abandonar el barco, exceptuando algunas pequeñas excursiones en barcos de remo por el puerto. Sólo cuando se declaró la paz, los marinos bajaron a tierra firme a divertirse con las muchachas de Iquique.

 

En el cuaderno de bitácora se apuntaban religiosamente las acciones cotidianas: limpiar el estay, calafatear la cubierta de popa, quitar el óxido, fregar la cubierta. Los numerosos años de inmovilidad hicieron que la piel del barco se cubriera de choros y percebes. La tripulación ideó una manera de desprenderse de aquellas adherencias subacuáticas: pasaban largas cadenas por debajo de la quilla, restregando con ellas la piel del barco. Si bien el método resultaba eficaz para combatir a los choros y los percebes, también es cierto que dañaba la embarcación. El capitán hacía trabajar continuamente a sus hombres para mantener en alto la moral. Aunque no navegase, en un velero de esas dimensiones siempre había mucho que hacer.

 

El 18 de julio de 1920, el Parma obtuvo por fin la autorización para regresar a Alemania. Arrastrado por el remolcador chileno Emu, después de seis años zarpó del puerto de Iquique con rumbo al cabo de Hornos, con un cargamento de salitre destinado al puerto holandés de Delfzijl.

 

Otrora, al zarpar alguna nave salitrera de un puerto chileno, esto iba acompañado de mucha pompa y boato, según indica Basil Lubbock en The Nitrate Clippers. Por ejemplo, cuando al cargar el Parma llegaba el momento en que el último saco de salitre colgaba sobre la cubierta, el más joven de los grumetes se subía a él blandiendo una bandera alemana. Acto seguido, el saco volvía a izarse bien alto, para que también pudieran verlo las tripulaciones de los barcos circundantes, y entonces el grumete exclamaba a viva voz: «¡Tres hurras por el capitán y la tripulación del Parma!» A continuación, se lo arriaba y volvía a izar otras tres veces, mientras seguía blandiendo fervientemente el pabellón, y ya en la última arriada gritaba: «¡Tres hurras por todos los barcos del puerto!», a lo que los demás respondían con enérgicos vivas. A las ocho de la tarde, la nave que emprendía la travesía de regreso hacía repicar la campana de a bordo. Los demás barcos del puerto seguían su ejemplo inmediatamente. Las campanadas se oían a lo largo y a lo ancho de toda la bahía, las colinas y las montañas de la costa. Mientras tanto, en el mástil del barco se izaba la Cruz del Sur, símbolo del hemisferio austral: una cruz hecha de dos tablas de unos dos metros de largo cada una, que llevaban sujetas a la izquierda y a la derecha dos faroles rojos, y arriba y abajo sendos faroles blancos. Los miembros de la tripulación levantaban antorchas de salitre entonando canciones de marineros.

 

Una vez que la Cruz del Sur con sus lucecitas colgaba en lo alto del mástil, comenzaba la ceremonia de despedida. Botellas de vino chileno iban de mano en mano entre la tripulación. Se brindaba alternativamente por algún barco fondeado en el puerto, por el barco que zarpaba, y otra vez por un barco en el puerto. La ceremonia se extendía hasta completar los brindis por todos y cada uno de los navíos presentes. Sobre todo en un puerto salitrero de importancia, como el de Iquique, donde a veces había fondeados hasta cincuenta embarcaciones, el acto podía prolongarse varias horas. Luego, algún capitán generoso solía encender fuegos de artificio de salitre, enviando al mismo tiempo un balandro cargado de botellas de bebidas alcohólicas a los barcos vecinos. Por la noche, después de los fuegos, los capitanes y oficiales de los otros veleros, además de las fuerzas vivas de la ciudad, los estibadores y el personal portuario de Iquique, acompañados de sus cónyuges, se acercaban al barco en sus barquitas para despedirse. También subían a bordo los grumetes encargados de traer a remo al barco a los invitados. Al finalizar la fiesta, todos entonaban canciones de despedida.

 

A partir de la segunda mitad del siglo XIX, incontables veleros alemanes, ingleses, estadounidenses,

franceses, escandinavos y holandeses, y luego también barcos de vapor, zarpaban con sus cargas de salitre desde Iquique rumbo a sus destinos respectivos navegando por el Pacífico. En el año 1912, por ejemplo, tocaron puerto en Iquique más de 1.100 veleros, entre ellos trescientos de pabellón inglés y casi doscientos de pabellón alemán. Los marinos solían ser tipos poco refinados, que erraban de barco en barco y de puerto en puerto, y que hablaban una especie de galimatías internacional. Muchos de ellos desertaban en Iquique para probar fortuna en la industria del salitre o en los bares. Cuando eso ocurría, los agentes marítimos tenían que ingeniárselas para conseguir nuevos marineros; a veces contrataban a delincuentes, otras embarcaban por la fuerza como tripulantes a individuos que emborrachaban previamente en algún bar y que luego llevaban a bordo casi sin conocimiento. Se sabe de un viejo marino inglés que llevaba cuarenta años navegando, pero que nunca había firmado un contrato estando sobrio; siempre se despertaba en alguna parte de alta mar tras varios días de ebriedad y preguntaba en qué barco se encontraba y hacia dónde navegaba. Era un excelente marino.

 

De los veleros que tocaban puerto en Iquique, los barcos alemanes de la compañía Laeisz y los franceses de la naviera A.D. Bordes eran los más especializados en el transporte de salitre.

 

El fundador de la Compañía naviera Laeisz fue Ferdinand Laeisz, nacido el 1 de enero de 1801 en el seno de una distinguida familia de Hamburgo, según describe Peter Klingbeil en su libro Die Flying P-Liner («Los barcos voladores de la línea P»). Tras la ocupación de Alemania por los ejércitos de Napoleón, la familia empobreció. El sueño de Ferdinand era hacerse a la mar. A los quince años se enroló como grumete en la goleta Elisabeth, pero ésta sufrió una avería, fue retirada de la navegación y Ferdinand se vio obligado a regresar a tierra firme. Se hizo aprendiz de encuadernador y pasó varios años ejerciendo este oficio de forma itinerante, viajando de ciudad en ciudad. En Berlín entró a trabajar en una tienda de modas, donde aprendió a confeccionar sombreros de copa de seda. Logró dominar tan bien este trabajo de precisión, que en 1823 regresó a Hamburgo e instaló una sombrerería propia en el desván de la casa de sus padres. Al poco tiempo ya no daba abasto. En 1825 exportó en el barco de un capitán amigo suyo una gran partida de sombreros de copa a la elegante Argentina. Fue todo un éxito. Poco tiempo después, estableció sucursales para la venta de sombreros en Bahía, Caracas, Pernambuco, Lima, Valparaíso y Santiago.

 

Los barcos que transportaban los sombreros de copa de seda con destino a Sudamérica, buscaban para la travesía de regreso carga para Europa. Inicialmente, traían sobre todo algodón y azúcar que descargaban en varios puertos alemanes, pero no tardaron en descubrir un importante nuevo mercado: salitre procedente de Chile. Así pues, la empresa de Laeisz se convirtió en un negocio de importación y exportación. El transporte de salitre cobró cada vez más notoriedad.

 

En 1852 ingresó en la compañía el hijo de Ferdinand, Carl Laeisz, un hombre de gran dinamismo y espíritu comercial. Como no quería depender de barcos ajenos, empezó a organizar transportes con buques de carga propios. Su primer paso fue adquirir unos cuantos veleros de madera de segunda mano, pero muy pronto encomendó la construcción de embarcaciones nuevas. La primera recibió el nombre de Pudel, hipocorístico de la esposa de Carl –Sophie–, cuya rubia y ensortijada cabellera recordaba la pelambre de un perro caniche (Pudel, en alemán). A partir de ahí se originó la costumbre de dar a todos los barcos de la naviera Laeisz nombres que empezaran con la letra P. Flying P-Line («Línea voladora de la P»): así llamaban con admiración a la empresa. La consigna de Carl Laeisz era: «A los grumetes los contrato sólo yo; tomo exclusivamente muchachos que se hayan criado junto al mar e hijos de navegantes». Al igual que su padre, era un hombre sencillo, campechano, franco e inteligente. En su casa, en la oficina y con su gente hablaba en dialecto bajo alemán.

 

En el siglo XIX, la población europea registraba un notable crecimiento. Había una gran necesidad de fertilizantes que permitieran adaptar para la producción de alimentos determinadas zonas áridas y tierras agrícolas empobrecidas, lo que provocó un sostenido aumento de la demanda de salitre de Chile. El transporte marítimo de salitre chileno se incrementó, y la Compañía naviera Laeisz fue perfeccionando cada vez más sus barcos salitreros. Aumentaron el porte y la solidez de los cargueros utilizados, tanto a fin de transportar mayores cargas como para resistir mejor los embates de los temporales y huracanes en la zona del cabo de Hornos. El hecho de que los veleros de madera no pudieran tener mucho más de sesenta metros de eslora, ya que, de lo contrario, el alabeo de la madera los volvía vulnerables y no tardaban en presentar vías de agua, provocó que la naviera Laeisz se decidiera por utilizar veleros de hierro, y posteriormente de acero.

 

Todos los meses zarpaban de Hamburgo buques de Laeisz que transportaban carga general, mineral de hierro, cemento o carbón con destino a Sudamérica y regresaban con salitre que cargaban en el norte de Chile. Los veleros efectuaban tres viajes a la costa chilena cada dos años. Durante la travesía se hacían trabajos de mantenimiento, y a bordo reinaba una férrea disciplina. Sin embargo, los hombres recibían una buena alimentación, al contrario de muchos marinos ingleses que tripulaban los llamados lime-juicers o «cargueros de la lima», así llamados debido a que a la tripulación de estos barcos de navegación irregular solía dársele a beber jugo de lima para compensar la falta de vitaminas de la alimentación. Los buques de Laeisz tampoco arribaban extenuados a los puertos chilenos –como sucedía con muchos veleros ingleses– ni tardaban semanas o meses en descargar y cargar, pues Laeisz disponía allí de personal y estibadores propios.

 

Los barcos de Laeisz solían transportar simultáneamente carga destinada a dos o tres puertos chilenos, como Valparaíso, Talcahuano o San Antonio, donde descargaban el mineral de hierro o el carbón que traían, y a continuación navegaban en lastre hacia algún puerto más al norte, como Pisagua, Tocopilla, Mejillones, Taltal, Caleta Buena o Iquique, para cargar salitre. Navegaban de puerto en puerto de forma autónoma, casi nunca a remolque. Los capitanes eran responsables de cuanto acontecía en el barco, tanto en alta mar como en los puertos. En los barcos ingleses sucedía a veces que los capitanes se instalaban en algún atractivo hotel de Iquique, dejando las operaciones de carga y descarga en manos de sus tripulaciones. Sucedía incluso que redujeran el ritmo de operaciones para poder disfrutar el mayor tiempo posible de su estadía placentera en el hotel, según indica Alan Villiers en Voyage of the Parma («Travesía del Parma»). Los alemanes, en cambio, preferían hacer las cosas rápido.

 

La travesía de los barcos salitreros de Iquique a Europa era larga. Comenzaba navegando casi 5.000 kilómetros hacia el sur, hacia Tierra del Fuego. En vista de que el estrecho de Magallanes –la comunicación marítima entre el Pacífico y el Atlántico– no era apto para la navegación a vela, debido a sus angosturas, sus costas rocosas y sus ventiscas, los veleros navegaban a lo largo del cabo de Hornos, el cabo más peligroso del mundo. Luego les quedaban por delante otros 15.000 kilómetros hacia el norte, cruzando el Atlántico hasta llegar a Europa.

 

Cuando los grandes veleros emprendían el regreso a Europa, empezaban navegando un trecho a la cuadra impulsados por los vientos alisios sudorientales, internándose en el Pacífico a fin de evitar la corriente de Humboldt, una corriente fuerte y fría que recorre la costa chilena en dirección norte. Mantenían este rumbo hasta llegar a la zona de los vientos del oeste.

 

Al regresar de Iquique a Delfzijl en julio de 1920, el Parma experimentó al principio un viento del oeste moderado. Cuando hubo llegado al Pacífico austral, la nave se adentró en la zona de los vientos del oeste más intensos, acelerando la marcha. Un mes más tarde, tuvo que hacer frente a fuertes tempestades del oeste; algunas velas se rompieron y las olas no dejaban de azotar la cubierta. El buque recorría diariamente grandes distancias: 226, 230 y 200 millas –equivalentes a 407, 414 y 360 kilómetros– en tres días consecutivos. Veo ante mí la imagen del Parma empujado por los vendavales del Pacífico austral después de aquella interminable espera en Iquique.

 

También en los años posteriores, el Parma realizó numerosas travesías por esta zona tempestuosa transportando salitre. En uno de sus últimos viajes, en 1932, pasó nuevamente por aquí, llevando un cargamento de trigo desde Australia hacia Europa. Alan Villiers describe este viaje en Voyage of the Parma.

 

Aparte de los 31 miembros de la tripulación, el Parma llevaba a bordo chanchos, gallinas, gatos, un perro, dos conejos y una paloma. El gallinero y las pocilgas de los chanchos se encontraban en la cubierta, junto a los botes salvavidas. Los conejos eran del más joven de los marineros.

 

Llegados al cuadrante sur del Pacífico, el tiempo fue embraveciéndose, según relata Villiers. Día tras día, el Parma navegaba por fuertes aguaceros, mientras el viento aullaba en las vergas. La nave se sacudía con vehemencia debido al alto oleaje; grandes olas rompientes cubiertas de espuma golpeaban contra la popa. El agua rugía al revolverse y estrellarse. Una enorme ola expulsó de sus pocilgas a los chanchos, que chillaban de pánico. Las gallinas, la paloma y los conejos se acurrucaban espantados unos contra otros en el gallinero. La intensidad del viento aumentaba. Empezó a granizar.

 

Los timoneles se habían sujetado con una cuerda e intentaban mantener bajo control el pesado timón. Continuamente, el barco recibía las embestidas de toneladas de agua de mar. El agua aullaba, golpeaba contra los palos, azotaba la cubierta. La intensidad del vendaval continuaba en aumento; granizadas y nevascas hacían estrías en la cubierta. A ambos lados del Parma se elevaban negras montañas espumantes y rugientes, atenazándolo. Las granizadas se volvían cada vez más demenciales. Al producirse una nueva ráfaga de viento, el timón se negó a virar; ya no había manera de gobernar la nave. Aun antes de que el mar se retirara después de cada estallido, ya se anunciaba el estrépito de un nuevo mar, cuyas poderosas cascadas se estrellaban sobre la cubierta. La embarcación ya no conseguía erguirse, el agua pesaba demasiado, la cubierta de popa desaparecía en las olas, era como si el barco se inmovilizara. Los timoneles ya no sabían cómo pilotarlo: temblaba y se sacudía como si fuera un ser animado. Orzaba, se levantaba, rolaba y rolaba, pero cuando el viento amainó ligeramente el capitán supo virar el timón y enderezar la embarcación, que emergió del oleaje desde el fondo, las cubiertas aún presas de las olas, la borda bajo el nivel del agua, ¡pero logrando resurgir al fin de las profundidades!

 

Al clarear el alba, la cubierta tenía muy mal aspecto. El tiempo registraba una leve mejoría, pero la altura del mar seguía siendo sumamente peligrosa. La vela de capa colgaba hecha jirones, lo mismo que la gavia alta; la cocina estaba en ruinas, a uno de los chanchos se lo habían tragado las olas, un compás y los chalecos salvavidas en su conjunto habían caído al agua por la borda, el castillo de popa estaba destruido, todas las pertenencias de los grumetes habían desaparecido, el capitán tenía heridos el brazo derecho y la pierna derecha, las cartas náuticas y los libros registraban daños causados por el agua.

 

Pero las vergas seguían en buen estado, los escotillones habían aguantado, el agua de mar no había llegado hasta la bodega, el cargamento no había sufrido ningún daño. De haber penetrado el agua, nos habríamos ido a pique –relata Villiers–, y aun teniendo a otros cinco barcos cerca, nos habríamos ahogado todos.

 

Durante todo el trayecto a lo largo del cabo de Hornos persistió el temporal, escribe Alan Villiers.

Continuaron las granizadas, la nieve, la lluvia y los vendavales. Según el capitán, se trataba de una de las travesías del cabo de Hornos más tempestuosas de su carrera. Se pasaba el tiempo en la cubierta contemplando el mar. ¿Se elevaba? ¿Mejoraba la marcha del barco ampliando velas, o reduciéndolas? ¿Más velas llevarían a que el barco hiciera más agua y disminuyera su marcha, o a que acelerara? ¿Resultaba arriesgado plegar la vela de trinquete? ¿Aguantarían los juanetes?

 

El 23 de abril de 1932, el Parma pasó el cabo de Hornos. Tuvimos tierra a la vista durante todo el día, informa Villiers. Las colinas, que parecían serruchos, sobresalían del mar blancas y gélidas, desoladas e inhóspitas. Por la mañana avistamos Diego Ramírez, luego las islas L'Hermite, después Wollaston y, por último, el temido cabo de Hornos.

 

«Pasamos junto al cabo de Hornos al anochecer, con una luna casi llena que transmitía al agua negra un color plateado. Pasamos navegando serenamente. El cabo emergía bajo la luna negro y cuadrado, parecía la cabeza de un cachalote. La cima estaba cubierta por un blanco manto de nieve. La temida mole sobresalía solemne de un mar en calma. ¡Pocas veces reina aquí tanta calma! Muchos veleros y numerosos marinos están sepultados aquí», señala Villiers, y acto seguido pasa revista a los nombres del sinnúmero de veleros que naufragaron en la región, como el Silberhorn, el Celtic Bard, el Saratoga, el Senegal, el Ellisland, el Castle Rock, el Eva Montgomery, el Ormsary, el Dunreggan, el Colintrave, el Glenburn y muchos más.

 

Tras doblar el cabo de Hornos, el Parma pasó junto a la isla de los Estados, menciona Villiers. Aquel día nevaba y granizaba; la isla, con sus montañas lóbregas, estaba cubierta de nieve hasta la línea del mar. Gaviotas canas, palomas y albatros surcaban los alrededores de la isla. Desde el barco, la tripulación avistó una ballena que se aproximaba; curiosa, la bestia nadó durante un tiempo a la vera del Parma. También divisaron un iceberg por los prismáticos; los icebergs eran muy habituales en la zona que va del cabo de Hornos a las islas Malvinas. En las proximidades de éstas, el agua del Atlántico adquiría un color verde.

 

Después de superar las tormentas junto al cabo de Hornos y el mal tiempo de los Roaring Fourties, la zona de fuertes vientos en torno a los 40 grados de latitud sur, el Parma se adentró en una porción del Atlántico austral donde no había viento. El barco prácticamente no avanzaba. Hacía un día gris y frío. Abatido, el capitán buscó en vano algún sombrero viejo para tirar al mar, puesto que ello –decían– servía para despertar al viento. Luego relató una historia sobre un viejo barquero que, cuando no había viento, mordía la cadena del ancla, pues al parecer eso servía. Acto seguido, se dirigió al compás y señaló con insistencia la buena dirección: también esa acción solía predisponer favorablemente a los vientos.

 

Por el camino se toparon con ballenas y marsopas que nadaban alrededor del barco. De vez en cuando pasaban albatros, aves marinas de enorme envergadura, que a veces dormían en pleno vuelo, y otras realizaban extrañas cabriolas para mantener el equilibrio. Algunos los consideraban reencarnaciones de marinos muertos.

 

Mientras tanto, el Parma intentaba atrapar la mayor cantidad de viento posible a fin de arribar a la zona de los vientos alisios sudorientales.

 

El barco no tardó mucho en encontrar esos vientos y, aprovechándolos, navegó sostenida y pacíficamente durante varias semanas rumbo al norte, a medida que el tiempo mejoraba cada vez más y subían las temperaturas.

 

Los marineros ocupaban sus días en gran medida en la cubierta reparando velas. Controlaban y arreglaban las velas viejas que se conservaban en la caja de velas; a continuación, arriaban las velas tendidas, que a su vez controlaban, reparaban y guardaban, y luego izaban las velas viejas, que para los vientos alisios eran suficientes. Los marineros y grumetes se pasaban el día en las vergas cambiando velas.

 

Después de un período sin viento a la altura del ecuador, al llegar a los siete grados de latitud norte y veintinueve de longitud oeste, el Parma penetró en la zona de los vientos alisios nororientales, unos vientos frescos y agradables. El velero pudo navegar con firmeza durante un tiempo. «Con solemnidad y sin prisa se desliza ahora por el agua con sus limpias y blancas velas», comenta Villiers. «Los peces voladores se apartan temerosos de la espuma producida por la proa.»

 

A continuación, el Parma llegó al mar de los Sargazos, que debido a la gran cantidad de algas que flotaban en él y que resplandecían al sol parecía de oro. El viento volvió a desaparecer. Hacía calor. Los grumetes estaban recostados en la cubierta, holgazaneando o durmiendo. Las velas colgaban flojas de los palos. «Presenciamos un apacible atardecer tras otro en el barco, que yace inmóvil en la llanura del océano desértico», relata Villiers. «Día tras día, los ardientes rayos del sol poniente lamen con tonos grises, azules, rosados y carmesí la cubierta del barco estático. A medida que pasan los días, empezamos a sentir aversión por la belleza de esos ocasos: ¡ansiamos ver cielos grises y viento!»

 

Por fin el Parma fue acercándose a las Azores, donde se levantó una leve brisa, que le permitió navegar por el Atlántico norte y, tras atravesar el canal de la Mancha, llegar al mar del Norte.

 

En el otoño europeo de 1920, el Parma también había navegado por estas aguas, rumbo al puerto holandés de Delfzijl. En julio de aquel año, después de pasar seis años esperando en la rada de Iquique, había zarpado bajo el mando del capitán Karl Dieckmann, con una tripulación variopinta y un cargamento de salitre de Chile a bordo. Por el camino hubo muchos enfermos; sobre todo los tripulantes reclutados en la desordenada Alemania de la posguerra, se deshacían en quejas por el hecho de que les salieran pústulas y por la mala alimentación, y en menos de un suspiro se metían en sus coyes. En el Atlántico norte se habían visto expuestos a fuertes temporales. En el canal de la Mancha tuvieron una travesía difícil, debiendo echar varias veces las anclas. Había escasez de agua potable. En Falmouth recibieron la orden de la naviera Laeisz de descagar el salitre en Delfzijl.

 

El 7 de noviembre de 1920, 112 días después de zarpar de Iquique, el Parma arribó al puerto de Delfzijl.

 

El periódico local Eemsbode informó al respecto el 10 de noviembre del mismo año: «El domingo por la mañana llegó a ésta, procedente de Iquique, el gran velero de cuatro palos Parma, transportando una carga de 4.910 toneladas de nitrato de Chile. De momento, el barco no podrá ser librado de su carga.»

 

Los tripulantes alemanes ansiaban volver a sus hogares después de tanto tiempo, pero no les estaba dado hacerlo. En Delfzijl les anunciaron que los aliados habían asignado el Parma a Inglaterra como botín de guerra. En espera del traspaso, hubo de fondear en medio del puerto sujeto a unos atracaderos, en compañía de otros veleros salitreros alemanes, como el Lisbeth, el Pommern, el Peiho y el Louis Pasteur, arribados asimismo a Delfzijl a fines de 1920 y a principios de 1921, tras esperas de seis años en el puerto de Iquique. El Parma debía pasar a manos de la General Steam Navigation Company, pero los navieros ingleses no sabían muy bien qué hacer con él, ni tenían gente para tripularlo. Y es que durante la Primera Guerra Mundial no sólo habían muerto miles de navegantes ingleses por causa de los ataques de los submarinos alemanes, sino que entre los marinos también se había producido un cambio de mentalidad, una crisis de autoridad; muchos se sentían decepcionados y engañados por la guerra y ya no estaban dispuestos a someterse a la disciplina de la navegación a vela. Por eso, el Parma permaneció atracado en el puerto de Delfzijl en espera de su nuevo propietario. La espera se prolongó durante mucho tiempo: nueve meses.

 

El invierno europeo de 1920-1921 fue riguroso en Delfzijl. Por todas partes, en canales y acequias, la gente practicaba patinaje sobre hielo. En enero de 1921, los marineros del Parma debieron despejar la cubierta de nieve y serrar madera para la cocina, porque no tenían suficiente carbón: en los tiempos miserables de posguerra que corrían, éste resultaba demasiado caro.

 

Al producirse en la primavera siguiente un tornado, el Parma, el Pommern y el Louis Pasteur, debido a la enorme cantidad de viento que atrapaban, arrancaron del fondo del puerto los atracaderos, rompieron las amarras y quedaron descontrolados. Afortunadamente, el Parma fue a dar contra otro atracadero, deteniendo a la vez a los otros dos barcos. Para evitar que esto volviera a ocurrir, se desarbolaron los masteleros, mastelerillos y botalones.

 

El 30 de septiembre, el capitán Karl Dieckmann apuntó en el cuaderno de bitácora: «El buque Parma ha sido recuperado de Inglaterra el 30 de septiembre de 1921.» El armador Laeisz de Hamburgo había conseguido readquirir su antiguo navío. La tripulación volvió a izar el pabellón de Laeisz, levó anclas, recogió los cables y, arrastrado por un remolcador, regresó por fin a Hamburgo.

 

 

Aafke Steenhuis (título original: De salpeterroute)

© Traducción española para Chile: Diego J. Puls (publicado en 2007 en Si somos americanos, Instituto de estudios internacionales INTE, Arica, Chile, y como capítulo integrante del libro La travesía del salitre chileno [ver foto], traducción Catalina Ginard, editorial Lom, Santiago, 2007)