Menu Content/Inhalt
Inicio arrow Traducciones arrow Prosa arrow Marcellus Emants (1848–1923) arrow UNA CONFESIÓN PÓSTUMA (fragmento)
UNA CONFESIÓN PÓSTUMA (fragmento)

 

Mi mujer está muerta y ya enterrada.

     Estoy solo en casa; solo con las dos sirvientas.

     Recobro, pues, mi libertad, pero ¿de qué me sirve?

     Tengo a mi alcance lo que vengo deseando desde hace veinte años —tengo treinta y cinco—, pero hoy me falta el coraje para apropiármelo, y de todos modos ya no lo disfrutaría mucho que digamos.

     Temo demasiado cualquier excitación, una copa de vino, la música, una mujer, porque solo en la sobriedad de mi humor matinal conservo el dominio de mí mismo y la certeza de que callaré sobre la acción que he cometido.

     Sin embargo, precisamente ese humor matinal me resulta insoportable.

     No mostrar el más mínimo interés en una persona, un trabajo, ni siquiera un libro, errar apático y sin rumbo por una casa vacía, donde solo ronda el cuchicheo esquivo e indiferente de dos sirvientas como las voces remotas de los celadores en torno a la celda de un alienado aislado, no pensar más que en una única cosa con el último resto de deseo de un nervio extinguido y temblar ante esa única cosa como una ardilla ante la mirada fascinante de una serpiente… ¿cómo seguir soportando una vida tan horrible, día tras día, hasta el final?

     Las veces que me miro en el espejo —costumbre que conservo— me asombra que un hombrecito tan pálido, enclenque, insignificante, de mirada apagada y boca endeblemente abierta —muchos dirán: ese miserable— haya sido capaz de… matar a su mujer, a la mujer que con todo, a su manera, amaba.

     Y sin embargo es cierto… tan cierto como que he asistido con la mayor impasibilidad a las lamentaciones de mis suegros, que me he dejado llevar con absoluta calma al cementerio sentado al lado del viejo y enfrente de mi cuñado, por las calles colmadas, detrás del cuerpo de Anna, que no he derramado una sola lágrima al ver cómo bajaban el féretro en la sepultura, cómo el padre, hecho polvo, regresaba adonde estaba su mujer, profundamente afligida, y cómo ahora, de nuevo en casa… en esta casa, donde todo sigue hablando de ella… deambulo sin dolor, sin remordimiento y también sin alegría, sin esperanza… únicamente con miedo, con miedo a cualquier sonido, miedo sobre todo a mi propia voz.

     A veces —por ejemplo por las noches, o cuando me imagino que alguien me escucha detrás de la puerta— tengo ganas de gritar: ¡la he matado!

     Temblando de miedo y presa de un repentino escalofrío, abro enseguida todas las puertas, controlo todos los armarios para cerciorarme de que mi secreto sigue sin revelar.

     ¿Considero acaso tan extraordinaria, tan inaudita, tan terrible mi acción? ¡De ninguna manera! Para eso, todo se ha ido concatenando de manera demasiado paulatina.

     Cuando cierro los ojos y repaso una vez más mentalmente mi vida, tengo absolutamente claro cómo, poco a poco, llegué adonde llegué. Y siento una necesidad tan imperiosa de contarlo, que para mayor seguridad me siento a escribirlo.

     ¡No puedo guardármelo para mí! Tal vez así consiga callarlo mejor y… tal vez haya gente, ahora o más adelante, a la que el proceso de mi vida le suscite interés. Quién sabe cuántos son como yo y que solo se percatarán de ello cuando se hayan visto reflejados en mí.
  

Para poder entender lo distinto que me siento de la inmensa mayoría de las personas, no es suficiente que mi confesión empiece el día en que conocí a mi difunta esposa: debo remontarme a las primeras experiencias que me revelaron mi oscuro interior.

     Mi memoria nunca he sido particularmente buena. A eso se debe que me cueste ver mi infancia y juventud como una sucesión ininterrumpida de acontecimientos, sino que recuerde tan solo los momentos aislados en los que tuve impresiones fuertes, por lo general desagradables.

     Una de mis primeras y más dolorosas experiencias fue mi ingreso en la escuela primaria. Lo que aún recuerdo de aquel entorno es un espacio grande y deslucido en el que están reunidos un montón de niños riendo tontamente, vigilados por un maestro malhumorado. En el frente hay una gigantesca pizarra negra; en las paredes grises cuelgan mapas mudos de colores apagados. Con mayor nitidez recuerdo la sensación de ser una cosa diminuta, débil y endeble, abandonada y perdida en una horda enemiga: el conejito de uno mis libros de estampas al que lanzan vivo a una jaula llena de fieras. Me percaté enseguida de que todos esos ojos me miraban de manera hostil, y si bien han pasado más de veinticinco años, nada ha logrado borrar esa impresión de enemistad. Sigo teniendo que entrar en la jaula poblada de fieras tan pronto como quiero moverme entre la gente, y ningún razonamiento es capaz de reprimir la desconfianza con la que abordo a mis supuestos hermanos.

    

Marcellus Emants (título original: Een nagelaten bekentenis, Van Holkema & Warendorf, Ámsterdam, 1894)

© Traducción española para Argentina: Diego J. Puls 2012 (publicada por Fiordo Editorial, Buenos Aires, 2013)

 

Reseña de Gustavo Valle publicada en prodavinci

 

Varias reseñas publicadas en blogs y en la prensa