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REGRESO A ÍTACA (fotosíntesis)

Escribo estas líneas un 15 de agosto, día en que se recuerda el fin de la guerra en las Indias Orientales Neerlandesas. No suelo reparar en este tipo de conmemoraciones: las Indias Neerlandesas ya no existen. Sin embargo, a veces siento la necesidad de evocarlas como eran, como yo las recuerdo, y como seguirán existiendo en mí mientras viva.

    Las Indias Neerlandesas eran la tierra de mi padre. He aquí una imagen de él en Sumatra, una fotografía tomada mucho antes de mi nacimiento; se lo ve como yo nunca llegué a conocerlo, joven y delgado, pero a la vez fácilmente identificable por su tutup blanco, sus zapatos, su postura. Todo en él me parece hermoso, lo contemplo con un océano de amor; para mí representa las Indias Neerlandesas, es mi Virgilio, mi acceso a esa parte del mundo: el país donde nací y me crié, y que no existe más.

    Un pensamiento para el 15 de agosto: ¿Cómo sería este país si todavía existiera? ¿Si nunca hubiera habido guerra? ¿Si pudiera volver a ver a mi padre en ese entorno como lo que entonces sería: un anciano propietario de alguna plantación? O sea, la misma foto, pero media vida más tarde. Esa imagen me hace pensar, de forma irresistible, en el regreso de Ulises a Ítaca: un regreso al suelo natal, igual que en mi caso, pero todavía está todo —como también me gustaría mucho a mí que estuviera— y entonces va en busca de su padre, Laertes, que ha envejecido y no sabe que su hijo ha regresado.

    Laertes está trabajando en el jardín —una referencia a la actividad de cultivador que ejercía mi padre, y que entonces seguiría ejerciendo—; su ropa de jardinero está tan vieja y desgastada que a Ulises le cuesta reconocerlo. Por su parte, el padre reconoce aún menos al hijo. Leyendo el último capítulo de la Odisea, me sorprenden en el texto las múltiples y claras referencias a la isla de Sumatra. Cito una versión ligeramente adaptada[1]: “…seguía agachado quitando las malas hierbas, púsose a su lado y le habló de esta manera: ‘Bien se ve, anciano, que eres perito en el arte de cultivar las plantas, que este huerto está admirablemente cuidado [esa es una clara referencia a las Indias; ese cuidado todavía perduraría] y no hay mata alguna, ni higueras, ni vid, olivo, ni peral, ni cuadro de legumbres que no esté perfectamente trabajado. En cambio, (…) háblame con sinceridad: ¿a quién pertenece este huerto que tan divinamente cultivas? Y asimismo dime si esta isla a la que me ha traído el viento es realmente Ítaca’. A esto respondió Laertes, con lágrimas en los ojos: ‘¡Salud, forastero, has llegado a la tierra que buscabas!’”. En ese momento, Ulises se da a conocer: “¡Oh padre mío, soy Ulises!”, pero Laertes duda y quiere una señal que lo convenza. Sin aliento leo lo que sigue, la prueba que Ulises le presenta, detalles de su juventud en Ítaca que solo él y su padre pueden conocer: “…puedo señalarte uno por uno los árboles de este huerto que un día me obsequiaste; yo era un niño, te seguía a todas partes, te hacía preguntas. Y mencionaste los nombres de todo lo que allí crecía. Me regalaste trece perales, diez manzanos, cuarenta higueras, cincuenta liños de cepas de distintas clases, de modo que no hay estación del año en que no dé fruto alguno de ellos.”.

    Cuando leo esto, oigo la voz de mi padre enumerando todas las plantas y frutos de las Indias. He ahí la señal de reconocimiento, todo de una vez: el anhelo de mi infancia, de mi país de origen y de mi padre. Observo la foto con detenimiento. Su espíritu está presente en todo: el suelo, la sombra bajo el follaje, el lugar donde posa —que todavía está y que seguirá estando siempre: su forma sigue flotando por allí—. Mi padre era una excepción entre los productores agrícolas de Deli. Aficionado a las letras y a la música, elocuente y culto, amante de la tierra: mi padre.

    Deli, costa este de Sumatra: la foto fue tomada detrás de la casa de mi padre en Kisaran, hasta donde por ese entonces, y desde hacía poco tiempo, llegaban las vías del ferrocarril. Todavía poseo fotos antiguas de la estación, la misma en la que posteriormente pasé una noche en vela con ocasión de un traslado de reclusos durante la guerra, y que todavía existe, al igual que toda la infraestructura montada allí por los trajes blancos antes de la guerra y a la que en los sesenta y un años subsiguientes no se agregó casi nada. Permítaseme por una vez añorar sin ningún pudor el país tal como lo conocí: apacible, encantador y limpio, en vías de convertirse en el Estado de Derecho que podría haber sido y que sesenta y un años después está más lejos que nunca. Añorar los blancos tutups, la sensación de pertenencia: nuestro país, mi país, sin tener que explicar nada.

 

[1] Homero, La Odisea, traducción de Juan Bautista Bergua (adaptada), Ediciones Ibéricas, Madrid, 2007

 

Rudy Kousbroek

(Título original: Terug naar Ithaka, publicado en: El secreto del pasado, ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2013)

© traducción española para Argentina: Diego J. Puls 2012 (con la colaboración de María Cristina Galibert)

 

Reseña pubicada por página 12

 

Reseña pubicada por La Capital

 

Reseña publicada en Hoy es arte

 

Blog de José Ángel Barrueco