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AWATER
  

Busco compañero de viaje

 

Hazte presente, espíritu de origen

que sobrevuelas aguas iniciales.

Orienta tu buen ojo a esta obra,

que está aún yerma y vacua como el mundo.

No quiere ver —como el pasado siglo—

escombros ni cantar de buenos tiempos,

pues el cantar es pasión de una llaga

y nunca ha sido escombros cosa alguna.

Apenas yace una primera piedra.

Cada palabra renueva el silencio

que rompe. Nada ha sucedido antes.

¡Loado! Noé construye —no ya un arca—

y Jonás predica, pero no en Nínive.

 

He visto a un hombre. Ignoro su nombre.

Démosle, pues, los nuestros combinados.

Es hijo de una mujer y un padre.

Tan pronto como sale el sol bermejo,

pasa por mi ventana hacia al centro.

Viene de vuelta al azulear la tarde.

Trabaja en un despacho. Allí es Awater.

Fijaos. Le cubre pelo de camello

pasado por aguja. Cuerpo enjuto,

que nutren miel silvestre y saltamontes.

Nadie ha entendido nunca lo que clama.

Allí donde hace gestos, es desierto.

Tiene algo de monje, de soldado,

pero no se oyen rezos ni cornetas

cuando en la oficina abren el libro.

Se sientan en mesas como en un templo.

Escriben árabe con italiano.

Cayendo como la ceniza, en cifras,

se alzan columnas de habla oraculiana.

Todos callan, la sala se calienta.

Sopla salino el suave traqueteo.

La máquina de escribir desvaría.

Leed bien, no pone lo que pone. Pone:

Madre, nunca estrenarás el abrigo

cuya compra pesaste y sopesaste,

y ya no iré más en mis días libres

al hospital a regalarte flores –

llevaré las rosas al cementerio...

Eso pone, y el semblante de Awater

revela su emoción sin inmutarse.

¿Qué hora es? Ya le pesa la cabeza.

En el pupitre, el teléfono duerme.

Alguien retira las tazas de té.

Suena el reloj, tic tac, las cinco y media.

Al cabo apagan las lámparas verdes.

 

Regando flores hoy en mi ventana,

sentí manifestarse la intención

de recoger a Awater del trabajo.

No he dado, desde que murió mi hermano,

con un nuevo compañero de viaje.

Cuando se busca amigo es muy normal

ver primero si se hacen buenas migas.

Le seguiré, pues, esta tarde el rastro,

andando ojo avizor, como se dice,

y mañana veré de presentarme.

Me encuentro ya en la escalinata. Dudo.

Las cinco y media. El tiempo se hace eterno.

La calle está irrigada de viandantes.

En cada sombra se enciende una lumbre,

que al deambular deja un perfil humeante.

¡Oh!, hermano en el cielo, hazte presente.

Protégeme, no emita luz mi umbra.

Y guárdame no visto ni oído. –

De repente Awater. Desde un rellano

veo que baja, los ojos parpadeando.

La ciudad, el crepúsculo, la gente:

no existen para él. Se precipita

por la escalera de piedra arenisca

como viendo un horizonte, una orilla

donde rompen relámpagos continuos.

Como si oyera cosas con que sueña,

viera el sitio donde encontrar espera,

pasa de mí. Me siento perforado.

Atraviesa deprisa el guardarropas,

cuelga luego una llave en el tablero.

Se le insinúa al cabo un cardo seco,

coge el bastón y continúa silbando.

Se cala el sombrero. Yo me descubro.

Reitero: hazte presente, tú que habitas

alturas inhóspitas cual Calvario.

 

Las calles están bien pavimentadas.

El eco que se había despedido

en el portal de entrada, fuera calla.

En la ciudad el pie se hace insonoro.

Un cortejo de coches se desliza

con crujido de cuero a nuestro lado.

Awater ya se me ha adelantado.

Parece ser verdad: emprende un viaje.

En la tienda de modas se detiene.

Veo que observa a un grupo de muñecos

que con mantas de viaje y catalejo

se han instalado a orillas del Nilo,

como indican pirámide y palmera.

¡Oh, Awater!, sé de tus cavilaciones

frente a ese cartel de la naviera

donde sale un beduino en el desierto

saludando a un gran barco entre las olas,

o más allá, junto al palacio-banco

donde cotizan moneda extranjera.

Bordeamos luces de escaparates.

De pronto, por un callejón se esfuma.

Suena una campanilla: está allí dentro.

Afeitado y corte reza un rótulo.

El local, con armarios a ambos lados,

parece más chico por los aromas

que despiden cosméticos diversos.

Awater —confieso: me alegra verle,

poco faltó para perderle el rastro—

toma asiento frente a un lavabo blanco

bajo un manto de lino almidonado.

Mientras trabaja el barbero, me siento

—como esperando— a un lado en una silla.

No había visto a Awater tan de cerca

como ahora en el espejo, y aparte

no parecía tan inalcanzable.

Entre los frascos —añicos brillantes—

se yergue en el espejo como un iceberg

en el que afila el pico la tijera.

Pero ya es primavera, y mientras flota

por doquier el vapor de una llovizna,

por la melena surca el peine. Hay raya.

Ya Awater se despide del barbero.

Maquinal, por la calle le persigo.

 

El azar ataja hacia el objetivo.

¿Estaba escrito que acabara Awater

en el bar frecuentado con mi hermano?

Lo estaba, y se acomoda en nuestro sitio.

Me instalo en otra parte. Sobra espacio.

El camarero sabe lo que siento.

A mi mesa dos veces saca brillo.

En silencio, el paño blanco en la mano,

se queda un buen rato junto a mi silla.

Los tiempos —dice— ya no son los de antes.

Sé que también se acuerda de mi hermano,

de cuando, el perro atado y su sombrero

hacia atrás, entraba allí como el viento

y colmaba el recinto de murmullo.

Cubre la misma arena aún el suelo;

sigue en la misma jaula la paloma.

¡Huy! —dijo el viento— ¡arre, arre! Ya, vale.

¿Quién es? —digo yo, más por decir algo.

Y él, que sabe al punto a quién me refiero:

Uno que viene por primera vez.

Cierra una tapa entonces del buffet,

mientras aclaran copas en el agua. –

¿Qué es lo que busca en su bolsillo Awater?

Es un libro de tafilete verde:

un juego de ajedrez, ahora que lo abre.

Le noto una mirada fría y dura.

Con un tamborileo de la mano

alienta a la visión que hurga en su frente.

Copo de nieve entre gotas de sangre.

Compone el juego una figura nueva.

Se empaña frente a él la copa llena.

Del cigarro que arde en el cenicero

surge una malva; florece en el techo.

Está sentado solo y tranquilo.

Comparte con las flores y planetas

un impulso interior de gran arrastre.

Vacía ahora la copa y cierra el libro.

Parece triste, la mirada absorta.

Vuelve a mí la mirada y yo presumo

que me llama al llamar al camarero.

Pero no, paga, yo también, y pronto

caminamos juntos por el gentío.

 

Repitiendo una y otra vez el nombre,

una luz de neón recorre el frente

del restaurante, y una doble hilera

produce vaivenes junto al portero,

en la entrada de cristal giratorio.

Oímos música cuando accedemos.

Se ve que aquí Awater tiene fama.

Por donde pasa, el público se vuelve.

¿Cómo? —dice uno— ¿no conoce a Awater?

Parece ser que es revisor de cuentas.

Le conozco, aunque no hemos intimado.

Dicen que por las noches lee en griego,

o en irlandés, según afirman otros. –

Algo muy curioso ha ocurrido mientras.

Encaramado al estrado, un señor

dice que ofrece su lugar a Awater.

Hablo en nombre de todos los presentes.

Tenemos entre nos a un gran artista.

Awater, señalando los cubiertos,

quiere decir que declina el honor,

que le dejen comerse su comida.

En el billar abortan una serie.

Gran silencio. Arriba, los curiosos

se arremolinan en la balaustrada.

Giran las aspas del ventilador.

De pie, Awater entonces entona:

Siempre me ha consolado, y aun dormido

con su llegada siempre me ha animado:

la adorada; mas ha arruinado ahora

de mi pérdida el postrer apoyo.

Al vislumbrarla, ella estaba hincada

en hondo pesar con temor mezclado;

oí que me enseñaba fe y creencia

mas sin despertar gozo ni esperanza:

«¿No recuerdas aquella última tarde

—habló— en que por ahorrarte el llanto

abandoné sin más ni más el mundo?

No pude —o quise— anunciarte entonces

lo que a darte a entender me avengo ahora:

que en la Tierra no volverás a verme».

Awater calla y deviene de piedra.

La gente aplaude, lanza serpentinas.

Awater, como si fuera un muñeco

que pesa mucho al propio mecanismo,

se tambalea rumbo a la salida.

Ondea a sus espaldas todavía

una tira de papel. Yo le sigo.

 

Procuro en la calle estrecha y tranquila

igualar mis pasos con los de Awater,

para que no oiga que le sigo el rastro.

Se multiplican mis preocupaciones:

en casa hay correo, aún no le he dicho

a la empleada que me iré de viaje,

ventana entornada, el hogar con fuego,

no traigo nada, ¿en realidad qué quiero

con este viaje? – La cometa atada

voltea y sube: mi angustia se vuelve

cada vez más firme alegría: ¡hala!

Inclinando la cabeza, mantengo

el debate decisivo conmigo.

La calle se ensancha. Cae rocío.

Ante nosotros, la estación de trenes.

¿Celebran un mitin a medianoche?

La plaza está a rebosar. Entre antorchas,

subida a una tarima de madera,

de uniforme, una salvacionista.

Entre los curiosos, mujeres, niños,

operarios con ropa de trabajo

y turistas cargando sus mochilas.

¡Vivimos —dice— nuestra vida errados!

Awater, que la marcha ha disminuido,

me mira como si me conociera.

Pero ¿de dónde? ¿Un tranvía? ¿Un teatro? –

se pregunta la mirada que indaga,

y él —corre viento— se coge el sombrero.

Jugando con su pelo, a la oradora

el viento le hace un nudo de oro suelto:

¡Del amor nunca en vano nos fiamos!

Awater se queda, yo el paso aprieto

como viendo el tren que quería alcanzar.

 

El carbonero echa carbón al fuego.

Otea las vías firme el maquinista.

Por sobre los trazados ferroviarios,

comienzan su preludio las señales.

Salta el reloj de uno a otro minuto.

De nuevo llama la locomotora,

llama y llama, que ya se tarda mucho.

Se vuelven nubes sus exhalaciones.

Mas no imagines que el Orient Express

gime por ti, y menos que comparte

tu gozo al ver topónimos escritos

en letras que presagian aventura.

Dispuesto para el viaje, es despiadado.

Que abrigues o deseches esperanzas:

le resbala; a la ilusión de tener

un compañero de viaje es inmune.

El que al verte inmerso, solo, en su lujo

te angusties, bajes la ventana y aún

escrutes el andén, o que paladees

la más pura fortuna reservada

a los hombres —saber: me han conducido,

no ha sido en vano y tampoco he sufrido,

¡loado!— le da igual. A él, azur.

De eslabones es su cinto sonoro.

Canta, se apresta, envuelto en vapor.

Parte luego a la hora señalada.

 

(Utrecht, 1934)

 

© traducción española: Diego Puls, por encargo de las Jornadas Literarias Internacionales City2Cities, Utrecht/Barcelona 2012