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CARTA A MÁXIMA

 

Su Alteza, querida Máxima:

 

El miércoles a la tarde, en un restaurante porteño acá cerca, tenía sentada a mis espaldas a una mujer rubia; rubia como usted. Iba muy elegante y llevaba alhajas. Pero no era argentina: era norteamericana. Hablaba inglés con acento norteamericano. Desde algunos días estoy en Buenos Aires, la ciudad donde usted nació y se crió, y acá nadie es rubio. O casi nadie. La gente tiene el pelo negro y no va muy elegante, y menos aún lleva alhajas caras.

 

A la noche vi a un basurero saltar del peldaño de la parte de atrás del camión de la basura. Agarraba las bolsas depositadas en la esquina junto a un árbol, las revoleaba para embocarlas en la caja y se subía de nuevo al vehículo de un salto. Eran las diez de la noche. El hombre se movía con mucha gracia, el pelo grasiento y el rostro impasible, con un control absoluto de sus movimientos. Este basurero no recolectaba simplemente desechos, bailaba el tango con un camión de la basura.

            ¿Ha visto usted alguna vez en su ciudad a un basurero bailando el tango, colgado del caño de un camión de la basura en movimiento? Espero que sí.

            Y este basurero bailarín ¿conoce su nombre, su historia, su futuro? ¿Acaso fue al colegio con usted? No lo creo. Probablemente la conozca de los diarios o de las revistas de chimentos, como a las estrellas de cine.

 

Enfrente del hotel hay una ferretería. En Argentina los enchufes son distintos de los holandeses y necesito un adaptador para mi notebook. La pared del fondo del negocio se compone de cajones cuadrados que exponen en el frente los objetos que guardan en su interior: tenazas, llaves tubulares, espigas, tornillos de todos los tamaños. Delante del mostrador hay un hombre con una abrazadera de hierro en la mano. El ferretero la agarra, la mete en un torno y lima uno de los extremos. Luego agarra un tornillo y una tuerca que encajan perfectamente en uno de los agujeritos, y el hombre sonríe y le agradece porque sólo le cobra diez pesos.

            ¿Estuvo usted alguna vez en una ferretería así? No digo en funciones o durante una visita oficial u otro compromiso distinguido; no, sólo para que le limen una abrazadera o para comprar un adaptador.

            Le pregunto al ferretero si vende de esos dispositivos para mi enchufe. Le muestro mi cargador y me entrega el producto que necesito. Al pagar le pregunto si conoce a Máxima, la mujer que está por convertirse en reina de Holanda.

            La conoce.

            Me cuenta que usted estudió en una universidad importante, que viene de una familia rica y que ya hace mucho que se fue de la Argentina. Usted ya no está, usted ya se había ido.

            Por la manera de hablar del ferretero sobre sus estudios y su origen, deduzco que usted no sólo está casada con un príncipe que ahora será rey de un país remoto: para este ferretero, usted pertenece a otra clase social y toda su vida ya hubo una distancia entre usted y él, y también entre usted y aquel basurero bailarín.

 

Ese es el secreto de la monarquía: la distancia.

            Una coronación, un lugarcito en un trono...

            Recuerdo antiguos cumpleaños en Brabante, cuando nos reuníamos con toda la familia en las apretadas salas de nuestras casas, sentados en sillas de jardín y con botellas de cerveza. ¿Su marido alguna vez estuvo sentado así? No digo en funciones, simplemente por estilarse así. Por querer compartir ese momento. No lo creo, y tampoco hace falta. Aunque sí lamento que exista esa diferencia, pero esa es justamente la situación: mientras uno festeja un cumpleaños sentado en una silla de jardín, otro se convierte en su rey y toma asiento en el trono.

            El hombre sentado en la silla de jardín nunca podrá ser un rey para los que se sientan en las sillas de jardín a su lado. ¿Qué debería decirles?

            ¿Hola, cómo les va?

            Sabe perfectamente cómo les va. Está a la vista.

            Ser rey y reina es difícil. Levantarle el corazón a la gente, protegerla, velar por ella... Para eso hace falta distancia.

            Máxima, usted y su marido nunca se unirán a una fiesta de cumpleaños acercando una silla de jardín y un banquito extra del galpón y botellas de cerveza de una caja guardada en el fondo de la casa. Se hablará de ustedes y existe la remota posibilidad de que alguna vez se produzca un breve intercambio de palabras entre ustedes y mi gente, pero siempre será en funciones. Eso ustedes lo hacen perfectamente y sé que mi familia, mis tíos, también lo hacen perfectamente, es muy buena gente, el reparto de papeles sigue allí. La distancia.

            Buenos Aires está a catorce horas de vuelo. Máxima, entre usted y su marido y la gente hay toda una vida. Sólo espero que sea una buena vida.

 

Mucho éxito y ánimo.

 

 

 

© Jan van Mersbergen, 27 de abril de 2013

© traducción española: Diego J. Puls, presentada en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires el 30 de abril de 2013, con ocasión de la investidura de Guillermo Alejandro como rey de los Países Bajos