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MOUNTAIN BIKE

 

1

 

Es el tercer día que estoy trabajando acá y todavía no me sirvieron café ni nada. Es típico de la zona Sur. Todavía se lo oigo decir a mi hermano, que lleva tres semanas haciendo lo mismo en Ilpendam, y ahí ni se te ocurra llevar un termo de café propio. Esa gente empieza el día tomando café, a mediodía siguen, y a la tarde le dan una lata de cerveza bien fría.

     Acá no te dan nada.

     Es una calle muy linda y muy ancha, con bastante movimiento (pero bien), y la casa es hermosa. Dieciséis marcos de ventanas y puertas, contando la ventana del altillo. Si viene el flaco de los andamios, la semana que viene podré hacer el piso de arriba, pero por ahora empecemos por la carpintería de la planta baja.

     Un trabajo de mierda. Lijar es una porquería, y pintar tres cuartos de lo mismo. Para mi hermano es muy fácil, no sabe hacer otra cosa, y tampoco quiere hacer otra cosa. Lijar, pintar.

     El primer día en realidad todo lo que hicimos fue venir a mirar y hablar con la gente, y ayer solamente le di un lugar a todas mis cosas y lijé las ventanas del contrafrente. Enorme jardín. Las reposeras son más caras que todos los muebles de mi casa juntos, incluida la cama nueva. El parque parece una cancha de fútbol. Wembley. Dice mi hermano que seguro que tienen una persona para cuidarlo. Para mí que tienen por lo menos dos.

     Me queda la carpintería del frente y esta tarde las ventanitas al lado de la puerta principal. Calculo que en total voy a estar acá dos semanas. Mínimo. Mi hermano me dijo siete días, pero a ellos les habló de dos semanas. A ella en realidad, porque el marido no está nunca. Dice mi hermano que la mujer antes salía por televisión, y que él trabaja en un banco. Acá y también en Londres. Gastan guita a lo loco, pero café nunca me sirvieron.

     Primero esa ventana, y después ir avanzando desde la esquina hasta la otra esquina. Todo sistemático, dice mi hermano, para saber por dónde vas y qué estás haciendo. Si hasta para lijar hay que ser sistemático...

     Le pongo un papel de lija nuevo a la máquina, voy al galpón a buscar el alargue ¡y a sacar polvo!

     No hace diez minutos que empecé, se me acerca un tipo. Lleva puesto un chaleco llamativo: blanco, muy holgado, desabrochado. En las manos tiene una bicicleta, sosteniendo el manubrio con las dos manos, como si lo necesitara para apoyarse. Está muy flaco, también la cara.

     En el camino de entrada a la casa se para, justo al lado de mi camioneta.

     ¿Qué buscás? le pregunto.

     El tipo mira a su alrededor y luego baja la vista a la bicicleta. Me dice algo. No alcanzo a entenderlo y me llevo una mano al oído.

     De nuevo me dice algo.

     Apago la lijadora y me pregunta: ¿La querés?

     ¿Qué cosa? le digo, aunque ya me di cuenta de que me quiere vender la bicicleta.

     Estoy trabajando, le digo.

     Vuelve a mirar a su alrededor. Luego da unos pasos hacia mí con la bicicleta y me dice: Está buena.

     En efecto, parece una buena bicicleta, una mountain bike. Robusta. Tiene tres platos adelante y siete piñones atrás. Veintiún cambios. Son muchos. En el manubrio tiene como unas palancas para cambiar la velocidad. El manubrio es recto. Tiene partes medio oxidadas, pero es una bicicleta fuerte.

     Es una bici muy buena, me dice.

     ¿Y esa rajadura en el asiento? le pregunto.

     Si el asiento se moja, ese material absorbe el agua y se te moja el pantalón.

     Lo tapás con una bolsita de plástico y ya está, me dice. Veinte euros.

     No es mucho.

     Estoy ahí parado con la lijadora en la mano. Me agacho para apoyarla en las baldosas. El cuadro de la bicicleta es violeta. En el pueblo la vendo por ciento cincuenta fácil.

     Le digo: tiene buena pinta, pero no sé.

     El tipo me dice: Si no, sigo mi ruta.

     Y ahí lo veo. Se lo noto en la cara. Necesita dinero. No como los drogadictos, que necesitan dinero inmediato, sino más bien a más largo plazo.

     Le digo: Te doy cincuenta.

     Está demasiado sorprendido para asentir. Se me queda mirando con sus ojos hundidos.

     Entonces le digo: Si me lijás esas ventanas.

     Mira las ventanas del frente de la casa. Son tres y no demasiado grandes.

     Cincuenta, me dice.

     Sí, le digo.

     Y de repente le parece un buen plan. Le advierto que la lijadora es vieja y que nadie le va a dar más de tres euros, y que el alargue también está podrido.

     Así que quedamos en cincuenta, y mientras tanto me voy a probar la bicicleta.

 

2

 

Pedaleo hasta la esquina. No hace falta subir ni bajar el asiento, está a una altura perfecta. Los pedales tienen unos dientecitos de hierro que se me meten en las suelas de los zapatos de trabajo. La cadena está un poco oxidada y hacer ruido, pero por lo demás anda bien. En el cruce me paro ante el semáforo en rojo. Una madre con un chico en una sillita colgada del manubrio me pasa por atrás. El chico lleva un casco para bicicletas. Una vez que terminan de pasar los autos y el semáforo se pone verde, cruzo. La superficie de la bicisenda es muy irregular, por las raíces de los árboles. Paso por la estación de servicio, veo que tiene un kiosko y me compro una botellita de agua. Con la botellita metida en el bolsillo de atrás del pantalón sigo mi camino, cruzo un puente, un barrio de casas altas, de cuatro pisos. En eso veo el soporte para botellas en el caño y meto ahí la botellita de agua.

     Otro cruce, tranvías, autos, ciclistas, un camión de una mueblería. Espero hasta poder seguir, tengo tiempo. No hace mucho calor, pero el aire está agradable, con vientito.

     Opto por una calle larga y derecha con el mismo tipo de casas altas, en este caso con pequeños balcones en el frente. Barandas de hierro. En uno de los balcones hay un nenito. Me mira por entre los barrotes de la baranda, lo saludo levantando la mano.

     Al final del todo, la calle termina en el Amstel. Tiene que ser el Amstel. Tengo el sol en la espalda, que se refleja en el agua y baña de luz las casas de la otra orilla. Pedaleo a contramano bordeando el agua. Esquivo a otros ciclistas, a un cartero, a un hombre de traje gris, dos colegialas con mochilas. Llego a un puente. El pavimento está levantado. Hay unos hombres de cuclillas entre los rieles, uno levanta una máscara protectora para soldar. Otro hombre con chalequito naranja mira si viene un tranvía.

     Hay que trabajar.

     Y yo en la bici.

     Sigo pedaleando por la bicisenda hasta llegar a un parque con unos senderos angostos de asfalto. Tranquilidad absoluta. Sólo una mujer con un perro ovejero. Saliendo del parque tomo por un caminito que bordea las vías del tren. Veo una estación y grandes edificios cuadrados. Oficinas. Un canal de hormigón en el que nadan dos cisnes. No muy lindo este canal, no como los del centro. No estuve muchas veces, sólo aquella vez cuando le hicimos la despedida de soltero a mi hermano y otra vez con dos amigos que querían ir a un bar que se llama Bolle Jan. El canal este es feo, pero igual es el canal de esos cisnes. Nadan muy tranquilos, yo pedaleo muy tranquilo.

     Siento el viento en el pelo, rozándome la cara. Quiero cerrar los ojos. Lo que dicen de andar en bicicleta, del viento y el aire y pedalear, todo eso es cierto.

     ¿El tipo ese realmente estará lijando?

     Tendría que haberle mostrado la plata. Pasarle un billete de cincuenta delante de los ojos. Porque entonces trabajan. Seguro que lo hace, era buen tipo.

     Llego a otro parque. Me siento en un banquito y me tomo un trago de agua. Tengo ganas de tomarme un café y también de fumarme un cigarrillo. No me traje nada, hace años que dejé. Pero igual tengo ganas. Espero a ver lo que pasa, miro los árboles, la gran superficie cubierta de césped. En eso se acerca un hombre que fuma, seguido de un perrito.

     Le pregunto: Disculpe, ¿no tendría un cigarrillo?

     Se lo pregunto así, de una.

     Y me contesta: Sí, claro.

     Le explico que no me traje los míos. Me dice: No importa, tengo para todo el día.

     Me alcanza su atado de cigarrillos. Así de fácil. Le robo uno y me da fuego.

     Muchas gracias.

     No hay de qué.

     Me siento otra vez en el banquito. Le doy una buen pitada al cigarrillo. El humo me llena los pulmones y enseguida siento un ligero mareo. Como si estuviera fumando un porro. Siento que las piernas se me aflojan. Tomo otro trago de agua, me hace sentir mejor. No me fumo todo el cigarrillo. Ya estoy sintiendo la garganta y los pulmones, y es una sensación agradable.

     Apoyo los pies en la rueda trasera de la bicicleta. Quién iba a decir que fuera a pasar este día así. Que fuera posible.

     Pero igual.

     Agarro la bicicleta y atravieso el parque. A ver si encuentro el camino de vuelta. Tengo la sensación de haber pedaleado más o menos en círculo, pero eso en Ámsterdam nunca se sabe. Llego a un agua ancha bordeado de césped. Parece un canal para la navegación comercial. Cruzo un puente de hormigón y reconozco los edificios altos a mi izquierda. Tomar por esa calle, un cachito a la derecha hasta las vías del tranvía y ahí ya está la casa.

 

3

 

El tipo de la bicicleta no está. Mi hermano está sentado en la escalinata de la puerta de entrada. En sus manos sostiene la lijadora. El alargue está tirado delante de una de las ventanas. Me bajo de la bicicleta y me acerco a la casa. Me dice: ¿Dónde te habías metido?

     Le digo: Salí a dar una vuelta en bicicleta.

     Me putea. Una vuelta en bicicleta, repite.

     No le contesto nada. Ya sé que me va a decir: La puta madre, tenés un trabajo que hacer, llego acá y me encuentro con un tipo desconocido y vos no estás.

     En efecto, eso es lo que me dice, usando casi las mismas palabras.

     Me dice: Había un tipo.

     Sí, le digo. Recién ahora veo su camioneta blanca. Está estacionada al lado de la casa, atrás de otro auto.

     Lo saqué cagando, dice mi hermano.

     ¿Por qué? le quiero preguntar, pero no lo hago.

     Mi hermano me dice: Estaba acá con una lata de cerveza y me dijo que iba a lijar. Hizo un pedacito, andá a mirar cómo quedó.

     Me señala el frente de la casa. No miro. Le digo: ¿Ya se fue?

     Sí, me contesta mi hermano. ¿Y sabés qué me dijo? Que te había vendido una bicicleta y que le debías plata. Quería que le diera plata.

     Correcto, le digo.

     Correcto, me dice mi hermano. Mirá, yo no le doy mi plata a nadie, y menos por esa catramina y menos todavía la plata por la que nos rompemos el lomo. Así que lo mandé a la mierda.

     ¿Y la bici?

     Yo no sabía nada de una bici. Quería que le diera cincuenta euros. No se quería ir el boludo.

     ¿Y entonces?

     Bueno, ahí fue cuando lo saqué cagando.    

     Sigo agarrando la bicicleta con las dos manos, apoyada en mi cadera.

     Bueno, le digo.

     Apoyo la bicicleta en la tapia, hago señas de que quiero que me pase la lijadora. Me la da. El papel de lija está casi nuevo, pero está usado. El asunto podría haber funcionado.

     Sigo yo, le digo.

     Me dice: Che.

     Me paro. Mi hermano mayor, con su empresa, con sus estúpidos trabajos de pintura, con su lijar y pintar y lijar y pintar.

     Me dice: no quiero venir acá y encontrarme con esto, que vos no estés, que un tipo me pida plata y me amenace con la lijadora y yo se la tenga que sacar de las manos a trompadas. ¿Qué es todo eso?

     No le contesto. Pienso en la ciudad, en el río y en el sol en las casas. En sus techos y fachadas. Pienso en el parque. En el perro. Quiero fumar.

     Entonces le digo: Pensé que venías a traerme café.

     Me dice: Café, café. No quiero venir y encontrarme con esto. La puta madre, tener que ponerle la lijadora al cuello a ese tipo y sacarlo a patadas.

     Me doy vuelta y camino hasta la última ventana. La madera justo encima de la repisa está lijada, de manera muy desprolija. En algunas partes del medio demasiado, en los bordes casi nada.

     Mi hermano me vuelve a decir algo.

     Meto el enchufe de la lijadora en el alargue y la enciendo.

     La puta, le oigo decir a mi hermano por encima del ruido de la lijadora. Es lo que nos da de comer, me chilla. Y vos te vas a dar una vuelta en bicicleta y dejás a cualquier mogólico que haga tu trabajo. Soy yo el que contrata a la gente. ¿Me oís? Soy yo el que decide quién trabaja para mí.

     Le contesto: Por lo menos tengo la bicicleta.

     ¿Qué?

     Le repito: Que tengo la bicicleta.

     Se lo digo en un tono normal, la lijadora me tapa, pero mi hermano me oye igual y entonces apoyo la lijadora en la madera y siento cómo me vibra en la mano y en el brazo y también en la cabeza. Ya no me doy vuelta, sé que mi hermano camina hacia la camioneta y se va.

     Cuando ya transcurrió bastante tiempo, aprieto nuevamente el botón anaranjado y me siento en una de las baldosas que forman un sendero en el jardín. Las baldosas están frías.

     Es lo que nos da de comer, le digo.

     Ahora me voy a comprar cigarrillos, y un encendedor.

 

 

 

© Jan van Mersbergen

© Traducción española: Diego J. Puls, con ocasión de la Feria del Libro de Buenos Aires 2013