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FORMENTERA

 

El viento se quedaba invariablemente colgado entre los pinos bajos, la gata esquiva arrastraba su preñado abdomen tras de sí como una cama. Había yucas y dientes de león de flores amarillas y sedosas bolas blancas. Los mosquitos no nos dejaban dormir. Hacíamos el amor por las tardes y no por las noches. Es mejor. Debajo del mosquitero agujereado, su piel exhalaba nuevamente el sol, y en su pelo, el humo de una hoguera. Al tercer día llegaron las nubes. Al cuarto, hizo frío. Las nubes colisionaban en el cielo, confundiéndose, y con peso redoblado seguían su rumbo hacia el norte. Se nos alisaron los pies en las rojas baldosas y se volvieron córneos. Mi amor bombeaba agua – 200 brazadas todas las mañanas. En el pozo había cucarachas, que pegaban una espantada al levantar la tapa. Sabía de qué hablaban las gaviotas por encima de nuestras cabezas. Lagartijas de color verde esmeralda se alimentaban de nuestras sobras. Me encantaban aquellos pequeños dragones con sus gargantas de palpitar nervioso. Con su dibujo de trazo fino y sus párpados pronunciados. (¿Huelen con la lengua?)

Por las noches me asedian los mosquitos, durante el día soy yo quien les da caza, cuando, míseros, quedan a la vista tras su sangrienta comilona en nuestros cuerpos. Les persigo con una zapatilla y veo cómo revientan en las blancas paredes. Lo disfruto.

Las aceitunas vienen con anchoa escondida. Lata tras lata. Podría ser feliz aquí por mucho tiempo, en esta casa sobre la que mi amor de ojos turquesa escribe que unos perros la arrastran por un mar de acículas. Desde entonces, todo se mueve.

 

 

 

Tommy Wieringa

(Texto incluido en el catálogo de la exposición «¡Vamos! 50 años de artistas neerlandeses en Ibiza», Ámsterdam/Ibiza 2007)

© Traducción española: Diego J. Puls