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EL REGRESO AL ANTILLA
Antilla

 

Hubo una época, no hace mucho tiempo, en que el mundo estaba en guerra por segunda vez. La había empezado Adolf Hitler, el líder del partido nazi alemán. Hitler odiaba a todas las personas diferentes a él: gitanos, negros, homosexuales, y sobre todo a los judíos. Muchos países estaban peleados con Hitler. Cuando Alemania atacó a Holanda, las Antillas holandesas entraron en guerra con ella. También Aruba.

 

Esta historia no trata de Aruba, por más que se desarrolló aquí, cerca de la playa de Malmok. Tampoco trata de la guerra, por terrible que haya sido esa Segunda Guerra Mundial. Lo que sigue es una historia de amor y del mundo maravilloso en que vivimos.

     Todo empieza por el Antilla, un flamante barco carguero alemán. El capitán Schmidt y su tripulación tenían que transportar una carga de tres mil toneladas de azufre de Tejas a Europa. Nunca pensaron que no llegarían a hacer la travesía. Y menos que pasarían varios meses varados en una isla tropical.

     Schmidt y sus marineros sabían que se estaba librando una guerra. También ellos habían recibido información al respecto, en un sobre lacrado que contenía instrucciones secretas. Según estas, todos los barcos alemanes que se encontraran en alta mar tenían que regresar lo antes posible a su país. Para evitar que los hicieran prisioneros, les cambiaron los nombres y el aspecto a los barcos y solo se comunicaban por código. Si les resultaba imposible llegar a un puerto alemán, debían refugiarse en zonas neutrales. Por ejemplo en Aruba, porque Holanda todavía no había sido atacada por Hitler.

     Malmok no era un mal lugar para esperar. Allí tenía que fondear el Antilla. Todos los días había un sol radiante. El cielo era de un azul profundo y soplaba una brisa que refrescaba los hombros y las narices de los marinos quemados por el sol. Desde su barco, el capitán Schmidt podía ver las blanquísimas playas, el borde accidentado de la costa y los pelícanos sentados en las rocas, inmóviles, mirando fijamente el agua clara. Si no hubiese existido la guerra, en ese momento habría sido absolutamente feliz. Pero Schmidt no tenía tiempo para soñar. Era capitán. Tenía que navegar, no quedarse quieto.

     El capitán Schmidt tenía que buscar una manera de escapar. Los otros tres barcos anclados a su vera, al menos lo habían intentado. Aunque sólo el Consul Horn había logrado salir de allí. La suerte de los dos navíos restantes fue muy distinta. Al Troja lo localizaron bastante rápido, y no mucho después los británicos también hicieron prisionera a la tripulación del Heidelberg. Pero esto el capitán Schmidt nunca pudo saberlo. Los alemanes no tenían idea de que había buques de guerra ingleses en las proximidades. El 3 de marzo de 1940, un día antes de que el Antilla tenía intención de fugarse, sucedió algo que en realidad no era posible.

     El sol ya casi se había puesto cuando Schmidt se zambulló en el mar refulgente. Puede que el pescado no fuera su comida favorita, pero la natación nunca lo aburría. Schmidt sabía mantenerse un buen rato bajo el agua, dejando muy atrás a sus camaradas. Pero eso lo tenía sin cuidado. Sólo quería disfrutar de ese mundo allá abajo, sin personas que se pelearan, sin sufrimiento y sin dolor.

     Schmidt no llevaba máscara para bucear. Dejaba que el agua salada del mar le enjuagara los ojos. Esto hacía que no viera gran cosa: colores borrosos, manchas oscuras. Justo cuando quiso volver a la superficie para tomar aliento, algo le sujetó un tobillo y lo tiró hacia abajo. Una mano, pero eso no podía ser, pensó. Sintió pánico. ¿Qué hace una mano aquí? Pataleó, gritó, tragó agua en grandes cantidades, pero tenía que subir a la superficie. ¡Al aire, al oxígeno! La mano, no: las dos manos eran más fuertes que él. Lo mantenían sujeto y subían rápidamente por sus piernas hacia su cintura. Se aferraban a sus antebrazos, lo mantenían debajo del agua. ¿De qué se trataba? Schmidt vio algo. Antes de que pudiera pensar en nada, sintió unos labios rozando los suyos. Alguien le estaba soplando algo en la boca, parecía que era aire. El chorro frío lo hizo vomitar. Me estoy muriendo, pensó.

     Cuando abrió los ojos, Schmidt estaba seguro de que todo había pasado. Clavó su mirada en los grandes ojos violetas de un ángel. El ángel le sonrió. Era la cara más hermosa que Schmidt había visto jamás. No sentía miedo. Por eso, supo que no podía estar en otra parte que no fuera el cielo. Nunca había sabido de la existencia de ángeles que vivieran suspendidos debajo del agua. Buscó un par de alas, pero el ángel no las tenía. Lo que sí tenía eran largos y blancos cabellos de ángel bailando despacio a su alrededor. Y un collar de conchillas variadas y perlitas brillantes. No llevaba nada más, por lo que veía Schmidt, excepto... ¿una cola? ¡Una cola de pez! Schmidt volvió a sentir pánico. ¿Qué pasaba si el ángel era otra cosa? Algo diabólico, ¡un demonio del mar! ¿Acaso no había intentado matarlo? ¿Estaría en el infierno? Había una guerra. ¿Qué hacía aquí? Toda clase de pensamientos desfilaron por su mente. Quiso nadar hacia arriba, volver a su barco que seguía allí. Pero el ángel apoyó una mano muy suave en su hombro y de pronto todo quedó claro.

     Todavía estaba vivo. Eso es lo que le transmitió el ángel. Gracias a su aliento, Schmidt ya no necesitaba oxígeno, ni voz. Bastaba que el ángel lo tocara para que el capitán comprendiera qué pensaba. Así se comunicaban entre ellos; sin palabras ni códigos secretos. Como si hubiera sido siempre así. Schmidt se movía a la perfección debajo del agua, como si fuese diez veces más fuerte que antes. ¡Y ni siquiera tenía cola! Tampoco precisaba una máscara para bucear. De golpe todo fue muy claro: el aspecto de los peces vistos muy de cerca, los cambios de color del coral, los cantos y las volteretas de la vida submarina.

     Schmidt le dijo al ángel que lo llamara por su nombre: Ferdinand. El ángel se llamaba Catalina, un nombre que se había puesto ella misma. Le explicó por señas que el nombre provenía de una niña humana. Los humanos en tierra habían llamado a su hija por ese nombre un día que el ángel pasaba nadando por ahí. Pero la niña no se giró. Siguió mirando el mar, porque había visto algo que la divertía. Agitó los brazos para saludar a la cabecita de cabello blanco. Y la cabecita le devolvió tímidamente el saludo y desapareció en las profundidades. Justo a tiempo. Nadie la había visto. Nadie sabía que existía. Sólo la pequeña Catalina le había visto la cola, que al sumergirse sobresalió un momento del agua.

     Catalina quería compartir un montón de cosas con Ferdinand. Pero el capitán Schmidt tenía que volver arriba, a su barco y sus oficiales. Le hizo saber que al otro día regresaban a su país. Catalina sacudió varias veces la cabeza con fuerza. Agarró la mano de Ferdinand sin soltarla. Todos los planes de evasión del capitán fluyeron por el cuerpo del ángel, que se asustó. ¡No! Sus ojos violetas se oscurecieron y Schmidt entendió lo que le quería decir. Vio al Troja desaparecer en el mar en llamas, y también al Heidelberg. Tomó conciencia de que no lo conseguirían. Había buques de guerra británicos patrullando día tras día. Ningún barco era capaz de atravesar el bloqueo. Tampoco el Antilla sobreviviría. El capitán Schmidt sabía que tenían que hacer nuevos planes. Pero Catalina le rogó que se quedara. Pasaron dos meses y seis días.

 

El 10 de mayo de 1940 Alemania atacó Holanda. Ese mismo día, frente a la costa de Aruba la infantería de marina holandesa cercó a treinta y cuatro tripulantes y un capitán. Los alemanes se entregaron, pero no sin más ni más. Dejaron que el barco se llenara de agua, causando la explosión del motor. El Antilla se hundió con gran estrépito y terminó en el fondo del mar. El capitán Schmidt y su tripulación fueron hechos prisioneros y los trasladaron a un campo militar en Bonaire.

     Al parecer, después de la guerra todos esos marineros regresaron a Alemania, salvo el capitán Schmidt. Dicen que Schmidt volvió a Aruba para recuperar del fondo del mar todos los objetos de valor de su barco naufragado, y que los vendió para comprar su campo de reclusión en Bonaire. El Hotel Zeebad, que luego se llamaría Divi Flamingo, fue el primer hotel de Bonaire y, según cuenta la leyenda, pertenecía a este capitán alemán.

     Podría ser verdad si un equipo de buzos no hubiera inspeccionado el Antilla poco después de desaparecer en el mar. Los buzos no encontraron nada, tampoco los objetos de valor de Schmidt. Por otra parte, el primero en abrir un hotel en Bonaire no fue un alemán, sino alguien de la propia isla. Y sin embargo, hay algo que sí es verdad.

     Ferdinand Schmidt en efecto volvió a Malmok. Pero no para recuperar sus objetos de valor ni los papeles secretos. Tampoco para volver a ver al Antilla hundido. Le había hecho una promesa a alguien: a Catalina. Le aseguró que volvería con ella cuando terminara la guerra. El ángel le había salvado la vida y robado el corazón. La prueba de que su amor subsiste son los restos del Antilla: los peces tropicales que allí han encontrado un hogar, los mágicos corales, los graciosos animalitos marinos y, antes de la puesta del sol, con un poco de suerte... el hombre rubio y la mujer morena de largos cabellos de ángel blancos y cola de pez.

 

 

 

Liliana Erasmus (título original: Terug naar de Antilla; edición cuatrilingüe: papiamento, neerlandés, español e inglés, con ilustraciones de Moritz Ebinger)

© traducción española para Aruba: Diego J. Puls 2013