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NOCHES DE INVIERNO

 

No había amanecido aún cuando en la madrugada del 22 de diciembre de 1946 el héroe de esta historia, Frits van Egters, se despertó en nuestra ciudad en la primera planta de la casa de Schilderskade 66. Consultó su reloj luminiscente, que colgaba de un clavo.

    —Las seis menos cuarto —murmuró—. Es de noche todavía.

    Se frotó la cara. «¡Qué sueño horroroso!», pensó. «¿De qué iba?» Poco a poco fue recordando el contenido. Había soñado que el salón de la casa estaba atestado de visitas. «El fin de semana hará bueno», había dicho alguien. En ese mismo instante entró un hombre que llevaba un sombrero hongo. Nadie le prestó atención ni le saludó, pero Frits le observó con detenimiento. De repente, el visitante se desplomó en el suelo con gran estrépito.

    «¿Eso fue todo?», pensó. «¿Qué otra cosa sucedió? Creo que nada.» Volvió a dormirse. El sueño continuó donde se había interrumpido. Con el sombrero tapándole la cara, el hombre yacía en un ataúd negro apoyado en una mesa baja en un rincón del salón. «Esa mesa no la conozco», pensó. «¿Nos la habrán prestado?» Echando un vistazo al contenido del féretro, dijo en voz alta: «En cualquier caso, hasta mañana tendremos que cargar con él». «No necesariamente», le dijo un tipo calvo de cara roja y gafas. «¿Qué se apuesta a que le organizo el entierro para hoy mismo a las dos de la tarde?»

    Volvió a despertarse. Eran las seis y veinte.

    —Ya he dormido lo suficiente: por eso me despierto tan pronto —dijo para sí—. Todavía me queda una buena hora.

    Se adormeció lentamente y entró por tercera vez en el salón. No había nadie. Se acercó a la caja. Asomándose a ella, pensó: «Está muerto y empieza a pudrirse.» De pronto, el cuerpo se cubrió de toda clase de herramientas de carpintería, amontonadas hasta llegar al borde de la caja: martillos, grandes taladros, sierras, niveles de agua, cepillos, bolsitas con clavos y tenazas. Lo único que sobresalía del muerto era su mano derecha.

    «No hay un alma», pensó. «No hay nadie en toda la casa. ¿Qué hacer? Pongamos música, que eso siempre ayuda.» Se inclinó por encima del ataúd hacia el aparato de radio, pero en ese preciso instante vio cómo la mano, que se había puesto de un color azulado y tenía largas uñas blancas en los extremos de los dedos, se elevaba lentamente. Dio un respingo hacia atrás. «No debo moverme», pensó. «De lo contrario, ocurrirá.» La mano volvió a sumergirse con la misma lentitud.

    Cuando despertó, se sintió angustiado.

    —Las siete menos diez —masculló escudriñando el reloj—. ¡Qué cosas tan terribles sueño!

    Se volvió en la cama y se durmió.

    Atravesando unas gruesas cortinas verdes, entró de nuevo en el salón. Allí estaban otra vez las visitas. El tipo de la cara roja salió a su encuentro, sonriente, y dijo: «No podrá ser. Habrá que esperar hasta el lunes, a las diez de la mañana. Mientras tanto, dejaremos la caja en el estudio.» «El estudio,» pensó Frits. «¿Qué estudio? ¿Desde cuándo tenemos estudio? Claro, se refiere al cuarto lateral.» Seis personas cargaron la caja a hombros. El propio Frits se les adelantó para abrirles la puerta. «Lleva puesta una llave,» pensó. «Eso está muy bien.»

    La caja era extremadamente pesada y quienes la cargaban caminaban despacio, sincronizando sus pasos. De pronto, Frits vio que la base empezaba a ceder y a combarse. «No tardará en quebrarse», pensó. «Es terrible. Por fuera, el cadáver todavía está intacto, pero por dentro ya se ha convertido en una pasta fluida de color amarillo. Cuando se caiga al suelo, se hará puré.»

    Al llegar a la mitad del pasillo, la base se dobló de tal modo que se formó una grieta, por la que comenzó a deslizarse la misma mano que le había hecho dar un respingo anteriormente. Poco a poco fue saliendo el brazo entero. Los dedos palpaban y se acercaban al cuello de uno de los que cargaban el féretro. «Si grito, todo se desplomará», pensó Frits. Observó cómo la base se combaba cada vez más y cómo la mano seguía acercándose al cuello. «No puedo hacer nada», pensó. «Nada.»

    Despertó por cuarta vez y se incorporó en la cama. Eran las ocho menos veinticinco. En la habitación hacía mucho frío. Cuando, después de haberse quedado cinco minutos sentado en la cama, se levantó y encendió la luz, vio que la mitad inferior de los cristales de las ventanas se habían cubierto con flores de escarcha. Tiritando, se dirigió al retrete.

    «Debería salir a dar una vuelta por las noches antes de acostarme», pensó mientras se lavaba en la cocina. «Así, el sueño será más profundo.» El jabón se le escurrió de entre las manos y tuvo que tantear un tiempo prolongado en el espacio oscuro debajo del fregadero para recuperarlo.

    —Empezamos bien —dijo entre dientes.

    «Es domingo, por suerte», se le ocurrió.

    —Me he levantado demasiado pronto, soy un necio —se dijo entonces.

    «Al contrario», pensó. «De este modo, no resultará un día perdido; por una vez, no me he levantado a las once.» Mientras se secaba la cara, se puso a canturrear, entró en su habitación, se vistió y se peinó frente al pequeño espejo colgado justo al lado de la puerta, casi a la altura de la cama. «Es tempranísimo», pensó. «Todavía no puedo entrar. Las puertas correderas están abiertas.»

    Se sentó detrás de un pequeño escritorio, cogió en sus manos un conejillo de mármol blanco del tamaño de una caja de cerillas y se puso a golpetear con él en el respaldo de la silla. Acto seguido, volvió a colocarlo encima de la pila de papeles de donde lo había cogido. Sintió un escalofrío, se levantó, se dirigió nuevamente a la cocina y de la caja donde guardaba el pan extrajo dos bollos. Se embuchó el primero en un par de bocados y clavó los dientes en el segundo, al tiempo que enfilaba el pasillo para ponerse el abrigo.

 

[...]

 

—Desde las profundidades he clamado —dijo para sí—, pero mi voz no ha sido escuchada. Manzana-grosella. Me encamino ahora a mi casa. Señor nuestro, eterno, único, voy camino de mis padres. Vuelve tu mirada hacia mis padres.

    Sus ojos se humedecieron.

    —Señor nuestro, eterno, único, todopoderoso —dijo en voz baja—. Posa tus ojos en mis padres. Observa sus necesidades. No apartes tu mirada.

    —Escucha —dijo—. Mi padre está sordo como una tapia. Oye mal, no vale la pena que lo mencione. Haz la prueba disparándole un cañonazo junto al oído: te preguntará si alguien ha llamado a la puerta. Hace ruido cuando bebe. Se sirve azúcar con la cuchara de postre. Coge la carne con los dedos.

    —Se tira pedos sin que a nadie le hagan falta. Tiene restos de comida detrás de la dentadura. No sabe dónde hay que meter la moneda. Cuando pela un huevo, no sabe dónde dejar la cáscara. Pregunta en inglés si hay novedades. Mezcla la comida en el plato. Dios eterno, sé que no ha quedado inadvertido.

    Pasó a su lado un grupito de seis niñas cogidas del brazo que, alternativamente, echaban a correr y reducían la marcha.

    —Cuando limpia la pipa, lo deja todo perdido de tabaco —susurró una vez que se hubieran alejado—. Pierde los sellos. No adrede, pero los pierde. Desaparecen, y eso es lo que cuenta. Se limpia los dedos en la ropa. Apaga la radio. Cuando doy un sol con el diapasón, se cree que estoy loco. Y mete el tenedor en las fuentes. Eso es antihigiénico. Y a menudo no se pone corbata. Pero es grande su bondad.

    Se detuvo y se quedó con la mirada absorta en el agua.

    —Mira a mi madre —dijo en voz baja—. Me pide que me quede en casa para acompañarla. Y que me ponga el chaleco blanco. Fríe buñuelos usando trozos de manzana equivocados. Ya te lo explicaré cuando sea oportuno. Enciende la estufa provocando una humareda. Y ha quemado las llaves del desván.

    —Todopoderoso, eterno, creyó que compraba vino, pero era zumo de frutas. Pobre santa. Bendita sea. Manzana-grosella. Cuando lee, mueve la cabeza de un lado al otro. Es mi madre. Observa su bondad infinita.

    Con una manga de la camisa, se enjugó una lágrima del lagrimal derecho y siguió andando.

    —Mil años son para ti como el día de ayer —prosiguió—, y como una vigilia en la noche. Observa los días de mis padres. La vejez se avecina, las enfermedades se apoderan de ellos, no hay esperanzas. La muerte se acerca y la fosa se abre. En realidad no es una fosa, porque irán a parar a una urna. Pagamos todas las semanas por ello.

    Sacudió la cabeza.

    —Obsérvalos —murmuró—. No les queda ninguna esperanza. Viven en soledad. Donde tantean a su alrededor, hay vacío. Sus cuerpos son presa del decaimiento. Él aún conserva algo de cabello, una buena mata. No, calvo no está, pero mucho no le falta.

    Había llegado a la puerta de su casa. «Paz», pensó. «Ya todo ha pasado. Hay paz. Un regocijo sublime se eleva.»

 

 

 

Gerard (Kornelis van het) Reve (título original: De avonden – Een winterverhaal, editorial De Bezige Bij, Ámsterdam 1972 (publicado originalmente en 1947)

© traducción española (no publicada): Diego J. Puls 2009