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EL LIBRO DE TODAS LAS COSAS (fragmento)
tapa El libro de todas las cosas

 

2

 

Al lado de Tomás vivía una vieja. Todos los niños del barrio sabían que era bruja. Vivía sola y sus vestidos eran negros. Llevaba el pelo recogido en un chongo gris y tenía dos gatos negros. Una vez por semana salía para hacer el mandado, pero todos los demás días se quedaba en casa para preparar sus pociones mágicas.

Como era bruja, los niños la fastidiaban. Aporreaban las ventanas de su casa o le tiraban asquerosidades por el buzón. Pero cuando Elisa-la-de-la-pierna-de-cuero veía esas cosas, se enojaba y perseguía a los niños crujiendo.

-¡Déjenla tranquila! -les gritaba-. ¿No tienen nada mejor que hacer?

Tomás la dejaba tranquila. Tenía algo mejor que hacer. En El libro de todas las cosas escribió: «El miércoles 5 de septiembre de 1951, la señora Van Amersfoort embrujó al perro muerdenalgas».

El asunto fue así:

Una vez cada tanto, pasaba corriendo por la calle un perro negro enorme. Nadie sabía de dónde venía ni dónde vivía. Aparecía así, de repente: grandote, bravío y traicionero. Todos los niños salían disparados hacia sus casas, gritando, pero el perro muerdenalgas siempre conseguía alcanzar a uno o dos, mordiéndoles las nalgas con sus grandes colmillos gruñones. Pero tan de repente como aparecía, desaparecía. ¿Adónde se metía? En ninguna parte. Ya no estaba, hasta que volvían a verlo unas semanas más tarde.

El 5 de septiembre, la vieja señora Van Amersfoort, de la que todos sabían que era bruja, volvía a su casa arrastrando su pesada bolsa del mandado. Era un día hermoso. En la calle jugaban muchos niños. De repente se pusieron a gritar, porque venía corriendo por la calle el perro muerdenalgas, mostrando todos sus dientes.

Tomás salió corriendo para su casa, pero como la señora Van Amersfoort le obstruía el paso, se tuvo que parar justo detrás de ella. El perro muerdenalgas vino derechito hacia ella. Tomás apretó las manos contra sus nalgas para protegerlas.

-¡Alto! -exclamó muy severa la señora Van Amersfoort, dejando caer su bolsa del mandado en la banqueta.

Levantó los brazos, lo que la hizo parecer mucho más corpulenta de lo que era.

-¡Alto! -exclamó otra vez.

El perro muerdenalgas se quedó quieto, sorprendido, y levantó los ojos mirando las manos de la señora Van Amersfoort.

Entonces ella empezó a susurrar palabras. Naturalmente, eran fórmulas mágicas, que Tomás no logró distinguir.

-El perro muerdenalgas soltó un suave gemido y movió tímidamente la cola.

La señora Van Amersfoort bajó las manos, pero su boca suguió murmurando.

El perro muerdenalgas primero se sentó, luego se echó y al final se giró boca arriba con sus cuatro patazas en el aire.

Así lo dejó tendido la señora Van Amersfoort durante un tiempito, observándolo en silencio desde lo alto.

Tomás fue el único que lo vio, porque los demás niños se habían refugiado en sus casas.

¡Buen perro! -le dijo la señora Van Amersfoort-. Y ahora, vuélvete a tu casa.

El perro muerdenalgas se incorporó de un salto y se fue despacito con la cola entre las piernas hasta desaparecer de la calle.

La señora Van Amersfoort agarró su bolsa, pero era tan pesada que apenas lograba levantarla del suelo.

Tomás oyó un zumbido en el oído y preguntó:

-¿Quiere que le entre la bolsa a su casa?

Lo dijo casi sin darse cuenta. Él mismo se asustó.

La señora Van Amersfoort, que en realidad era bruja, lo miró seriamente.

El zumbido se transformó en una música que Tomás nunca antes había oído, con muchos violines. Sentía los latidos temerosos de su corazón y esperaba ansioso que la señora Van Amersfoort le dijera que no.

-Sí, por favor -contestó ella-. Eres muy amable.

Con su llave abrió la puerta de calle.

La música había dejado de sonar y Tomás empezó a tirar de la bolsa, pero no consiguió levantarla un solo centímetro del suelo. Parecía que estuviera llena de piedras.

La señora Van Amersfoort no lo vio.

-Para ti no será tan pesada -le dijo, alejándose-. Tú ya eres todo un muchacho.

Cuando aún no había acabado de decirlo, Tomás volvió a oír un zumbido y la bolsa se elevó lentamente de la banqueta. Seguía siendo pesada, pero menos que al principio.

La señora Van Amersfoort había desaparecido en la oscuridad del pasillo. A lo lejos se encendió una lámpara.

-Déjala aquí -le dijo.

Tomás vio que estaba en la cocina, junto a la encimera.

-¿Te sirvo un vasito de naranjada?

-Bueno, gracias -le contestó él con el corazón en un puño, porque la señora Van Amersfoort era bruja y, por lo tanto, su cocina era una cocina de brujas.

La naranjada era roja como la sangre.

-Siéntate en el salón -le dijo la señora Van Amersfoort-. Ahora voy.

-Tomás entró en el salón y miró a su alrededor. El vaso de naranjada color sangre le temblaba entre las manos. Pensó: «No te fijes en el desorden», pues eso era lo que solía decir su mamá cuando venían visitas. En su casa nunca había desorden, pero ahí sí. Las sillas, las mesas y el suelo estaban cubiertos con pilas de periódicos, revistas y libros. A lo largo de las paredes había estanterías llenas de libros, puestos allí sin orden ni concierto. En un rincón se veía un enorme globo terráqueo, encima del cual había un gato negro durmiendo. De una de las estanterías colgaba un mapa en el que alguien había garabateado unas flechas. Sujeto al techo, un gran pájaro volaba por el aire con las alas desplegadas.

Ahí Tomás tuvo la certeza de que era verdad, de que esa era la casa de una bruja. Pero no podía decir a ciencia cierta si se trataba de una casa horripilante de una bruja horripilante. Eso todavía estaba por verse.

-¡Ahora voy! -dijo en voz alta la señora Van Amersfoort desde la cocina-. Tal vez deberías vaciar alguna silla...

Tomás dejó su vaso en una mesita baja, entre un álbum de fotos y una pila de libros. Levantó una pila de periódicos de un sillón con patas de león y se sentó. De abajo de un armario salió un gato negro. Maullando, se acercó a Tomás con la cola vertical como una vela y frotó la cabeza contra sus piernas. El gato que estaba recostado encima del globo terráqueo se despertó y lo miró con cara de sueño.

En ese momento entró la señora Van Amersfoort.

-Yo me voy a tomar un cafecito -dijo.

Vació un sillón y se sentó. Mirando a Tomás con cara de satisfacción, le dijo:

-Me parece padrísimo que estés aquí.

A Tomás le llamó mucho la atención la palabra «padrísimo». En la escuela, con sus amiguitos, usaba mucho esa palabra, pero era la primera vez que oía decírsela a un adulto.

-Mis hijos hace mucho que se fueron de casa, y mi marido...

La señora Van Amersfoort tomó un sorbo del café mirando a Tomás.

-Bueno, eso tú no lo recuerdas -le dijo-. Eras demasiado pequeño. A mi marido lo fusilaron.

-¡Ah! -dijo Tomás, pues no había entendido lo que ella decía.

-Fusilar significa que lo mataron con una escopeta -le explicó la señora Van Amersfoort-. Es que estaba en la resistencia, ¿sabes?

Tomás asintió con la cabeza y dijo:

-Ya veo.

Sintió una gran tristeza en la garganta y en la barriga. La misma tristeza que sentía cuando, una y otra vez, año tras año, crucificaban a Jesucristo. Siempre se ponía contento cuando el asunto quedaba atrás y Jesucristo resucitaba de su sepulcro sano y salvo.

-¡Pero no hay que ponerse tristes! -dijo la señora Van Amersfoort, levantándose y señalando algo parecido a una maletita azul.

-Mira, ¿has visto esto alguna vez? -le preguntó al abrir la maletita.

Tomás dijo que sí con la cabeza. Se trataba de un tocadiscos portátil.

-Te haré escuchar algo -le dijo, girando vehementemente una manivela y poniendo un disco.

Entró en el salón una música que venía de lejos. Era una música que Tomás nunca antes había oído, con muchos violines. La tristeza en su garganta y su barriga se derritió y desapareció. Tomás cerró los ojos y en la oscuridad detrás de sus párpados se le apareció inesperadamente nuestro Señor Jesucristo. Tomás se pegó un buen susto, pero mantuvo los ojos cerrados por curiosidad, para saber qué le quería decir.

Sonriendo, Jesucristo le dijo:

-Nunca más voy a permitir que me crucifiquen. De ahora en adelante me voy a negar. ¡Ya basta!

Dicho esto desapareció, con la misma rapidez con la que había llegado.

Era una buena noticia, incluso para el profesor Onstein del colegio, que ya nunca más tendría que contar esa terrible historia. Tomás se sintió inmensamente feliz.

-Muy bonito, ¿verdad? -susurró la señora Van Amersfoort.

-Sí -contestó Tomás.

Los oídos empezaron otra vez a zumbarle. El globo terráqueo empezó a girar alrededor de su eje, con gato y todo. Cuando quiso comentárselo a la señora Van Amersfoort, vio que su pesado sillón flotaba por el aire como si fuera una nube baja. Cuando apenas acababa de verlo, sintió que también su propio sillón, el de las patas de león, se fue elevando lentamente, como levantado por unos brazos bien fuertes. Tuvo ganas de dar un grito de alegría, pero cuando vio la mirada atenta de la señora Van Amersfoort, comprendió que era normal que al sonar esa música los sillones empezaran a flotar por el aire.

-Beethoven -susurró la señora Van Amersfoort-. Siempre que escucho esta música...

No terminó de formular la frase. Tampoco hacía falta, porque Tomás sabía perfectamente lo que ella quería decir, aunque no supiera encontrar las palabras adecuadas. Empezó a soñar y se vio flotando encima de unas verdes praderas y un castillo con un rolsróis estacionado delante de la puerta. Una hermosísima princesa lo saludó agitando un pañuelo blanco con la mano. Tenía una pierna de cuero que crujía al caminar. Tenía puesto un vestido celeste de cuello blanco. En la escalinata, su papá tocaba el violín, acompañado por la dulce voz de su mamá.

El tocadiscos había dejado de tocar y rechinaba. Tomás se sobresaltó. «¡Plaf!» Los sillones aterrizaron despacito en la alfombra. «¿Se habrá dado cuenta la señora Van Amersfoort de que flotábamos?», se preguntó Tomás. No lo sabía. Esperó a que le dijera algo, pero ella no dijo nada. Se había quedado con la mirada perdida. Tal vez pensara en su marido, al que habían matado con escopetas.

Tomás tomó un traguito de su naranjada y dijo:

-¡Cuántos libros que tiene! ¿De qué tratan?

-¡Huy! -exclamó la señora Van Amersfoort -. A ver, de qué tratan los libros... Tratan de todas las cosas que existen. ¿Te gusta la lectura?

Tomás asintió con la cabeza.

-¡Espera! -dijo la señora Van Amersfoort, levantándose-. Tal vez tenga algo para ti.

Se dirigió a una de sus estanterías.

-¿Qué te gustaría ser cuando seas grande? -le preguntó.

-Feliz -contestó Tomás-. Me gustaría ser feliz.

La señora Van Amersfoort estaba a punto de sacar un libro de la estantería, pero se dio vuelta sorprendida. Miró a Tomás con una sonrisa y le dijo:

-Me parece una idea padrísima. ¿Y sabes tú por dónde empieza la felicidad? Por dejar de tener miedo.

Sacó el libro de la estantería.

-¡Toma! -le dijo.

Tomás sintió que se ponía colorado. Se quedó mirando fijamente el libro en su regazo. Se llamaba Emilio y los detectives.

-Muchas gracias -balbuceó.

-Trata de un niño que no quiere tener miedo y que lucha contra la injusticia en el mundo -le informó la señora Van Amersfoort-. Puedes quedártelo.

Luego vació su taza de café y Tomás su vaso de naranjada.

-Hoy fuiste muy valiente -le dijo-. Entraste en mi casa a pesar de que todos los niños dicen que soy bruja.

Tomás no se atrevía a mirarla a los ojos. ¡Ella lo sabía! ¡Y lo decía así sin más, a boca de jarro!

-Pero hay que admitir que tienen razón -dijo la señora Van Amersfoort-. Soy bruja.

Se hizo un profundo silencio. Tan profundo, que Tomás oyó los gritos de su papá y los lamentos de su mamá a través de las paredes.

-¡Caracoles! -dijo-. Ya son las cinco y media pasadas. Tengo que irme a mi casa.

Se levantó de un salto, con el libro en la mano.

-Adiós, señora, y muchas gracias.

Salió del salón, pero cuando llegó a la puerta de calle se detuvo. ¿Le había dado suficientemente las gracias a la señora Van Amersfoort? No. Volvió al salón.

-Por todo -dijo.

-Ya está bien, hijo mío -le contestó la señora Van Amersfoort-. ¿Ya no tendrás más miedo?

-No -dijo Tomás-. En cualquier caso, no a las brujas.

 

 

 

Guus Kuijer (título original: Het boek van alle dingen (editorial Querido, Ámsterdam 2004)

© traducción española para México: Diego J. Puls 2006 (publicado por Ediciones Castillo, México 2006, y por Grupo Macmillan, Buenos Aires 2011)