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LOS JARDINES DE ÁRIDA

 

La ciudad perdida

 

 

Había una sola manera de cruzar el agua negra como la noche: en el barquito de paja del enano.

—El precio del pasaje es un beso en tu mejilla izquierda —indicó el enano soltando una risita burlona. Tenía una joroba que lo hacía caminar agachado, como si llevara una bolsa muy pesada en la espalda.

—Está bien —dijo la niña en voz baja.

El enano se dio vuelta y se acercó tambaleando a la orilla.

—¡Sube!

La niña calzaba zapatitos de plata. Cuando fue a sentarse, la paja trenzada del barquito apenas crujió.

—¡Al fondo! —ordenó el enano con voz gruñona. Agarró una larga garrocha, dio un salto y aterrizó en el medio del barco, haciéndolo chirriar y crujir. Con la garrocha apartó el barco de la orilla. El agua era tan negra que la luz de la luna no se reflejaba en ella. Y tan ancha que no alcanzaba a verse la otra orilla, ni siquiera de día.

El enano clavó la garrocha en el fondo del agua, se la llevó al hombro y se puso a empujar con tanta fuerza que casi se cae de cabeza. Dio entonces un paso al frente, y otro, y otro, haciendo presión sobre el piso de paja mientras avanzaba hasta donde estaba sentada la niña. Ella tuvo que girar la cabeza hacia un lado y sintió las botas del barquero contra sus rodillas. Pero el enano dio media vuelta, sacó la garrocha del agua y se la llevó a la proa del barco, donde repitió el mismo ritual, paso por paso. Y cada vez el piso crujía.

El agua se hacía cada vez más profunda. El enano tenía que agacharse cada vez más para poder apoyar el hombro en la garrocha. Después de hacerlo siete veces, su cara se encontraba a la altura de la niña sentada, y al dar el último paso empujó con tanta fuerza que con su nariz toda rasposa casi le roza la mejilla.

—¡Je, je, je! —soltó una risita—. El beso viene más adelante. Primero hay que cruzar la fosa.

La niña lo miró a los ojos. Tenía ojos acuosos.

—La fosa es la profundidad del agua aquí debajo —explicó el enano, todavía resoplando—. Si te caes, te hundes durante tres horas. Aquí no puedo clavar la garrocha.

Soltó el palo y lo dejó atravesado en el barco, goteando.

—Si todavía tenemos suficiente impulso, nos agarra la corriente aspirante y la cosa va sola —dijo soltando otra risita—. Lindos zapatitos. De plata. ¿Son de plata de verdad?

La niña miró al piso, pero vio otra cosa: un agujerito en la paja por donde entraba agua. Pegó un grito.

—¡Silencio! —le ordenó el enano—. El agua sólo entra a curiosear. Ponle el pie encima, que la plata tapa.

La niña tapó el agujero con su zapato, y el barco siguió navegando. En eso vino la corriente aspirante y empezó a tirar del barco en dirección de la otra orilla.

—Algo anda mal —murmuró el enano—. Tenemos que ir más de través.

Empezó a impulsarse de nuevo con la garrocha: ya habían cruzado la fosa. Cuando pasó por tercera vez junto a la niña, hizo otro agujero en el piso de paja con el taco.

—¡Tu otro pie encima! —ordenó.

La niña tuvo que abrir las piernas para llegar. El barco se llenaba cada vez más de agua. El enano se puso a canturrear, y cada tanto murmuraba las siguientes palabras:

 

Voy y vengo

por el lago negro

Y cada vez pasa

uno más el agua.

 

—¿Falta mucho? —preguntó ahora la niña.

El enano no respondió. Siguió canturreando e impulsándose con la garrocha, a paso lento, y la paja crujía bajo sus botas.

La niña miraba la lejanía, pero no había nada que ver, más que una vasta llanura negra, donde no ondulaba ninguna arruga ni se reflejaba ni siquiera una luz.

—¡Mira para adelante! —le ordenó el enano—. ¡Allí, otro agujero!

Siguió impulsándose con la garrocha como si nada.

—¡Tápalo con la mano! —gritó—. ¡Vamos, agáchate!

La niña llegaba justo, sin cambiar sus pies de posición. Se sentía muy desdichada, y el agua le pinchaba la mano como alfileres. Cada vez que pasaba el enano, sus botas le rozaban los hombros. Olían a grasa rancia.

No llegaremos nunca, pensó. Nos hundiremos y nos ahogaremos. Y todo habrá sido en vano.

El agua entraba a borbotones por un cuarto agujero que se había formado en el piso de paja.

—Mejor ponte de rodillas —sugirió el enano.

La niña se arrodilló sobre los agujeros que antes había tapado con los pies. Con ambas manos tapó los dos agujeros nuevos. El agua le llegaba hasta las mangas y tenía la falda empapada.

El enano siguió yendo y viniendo con la garrocha. Tenía que vadear por el agua que cubría el piso, y cuando la pisaba con sus botas, salpicaba. La niña sintió una gota en los labios. Tenía un sabor amargo.

Y cada vez le daba miedo de que el enano le pisara la mano. Pero no se atrevía a sacarla, porque entonces el barco se llenaría mucho más rápido de agua.

—Cántame una canción —propuso el enano—. Hará que mi trabajo resulte más ameno.

Pero la niña guardó silencio.

—¡Anda, vamos! —ordenó el enano—. Cántame algo. Me gustan las vocecitas dulces.

Y entonces, a gatas, en un barco de paja que se hundía, la niña se puso a cantar una extraña canción. Su voz cristalina resonó sobre el agua, que parecía volverse más silenciosa, como si sintiera curiosidad por la letra.

 

El domingo lo siembro

el lunes lo siego

el martes lo trillo

el miércoles lo lavo

el jueves lo seco

el viernes lo amo

y el sábado…

 

En ese momento se le anudó la voz. El enano había hecho un gran agujero en el piso con el taco y el agua entraba a borbotones.

Pero el barco no se hundió. Cuando rozó el fondo de la orilla de enfrente, el enano saltó a tierra.

—Llegamos —anunció—. ¿Y qué pasó el sábado?

La niña se había incorporado y se bajó del barco. Miró al enano con los ojos bien abiertos.

—No lo sé —se disculpó—. No sé más. No sé cómo termina.

—Una canción muy extraña —murmuró el enano—. Y peligrosa, diría yo. Será mejor que allí no la cantes.

La niña se quedó mirándolo fijamente.

—Muchas gracias por el viaje —dijo.

—Je, je. Y ahora, mi beso —rio el enano—. En la izquierda.

La niña giró la cabeza. El enano estiró el cuerpo y la agarró del hombro.

—Ven aquí, mi Dulcinana —dijo resoplando, y su fétido aliento le llegó a la cara a la niña.

Pero ella tuvo que agacharse un poco más para que el enano llegara.

Luego él le estampó los labios en la mejilla y le dio el beso. Picaba.

Con una sonrisa de oreja a oreja, la soltó.

—Bien, bien —se rio—. A la jovencita le quedó muy bien.

Pero la niña no sabía a qué se refería, porque no podía ver que en su mejilla llevaba estampados los labios negros azabache del enano. De forma indeleble.

—¿Y qué tienes ahí colgado del collar? —preguntó el enano con una mirada insidiosa.

La niña se llevó la mano al cuello.

—No es asunto tuyo —respondió—. Y ahora será mejor que te vayas.

—¿Secretitos? —inquirió el enano—. Ten cuidado con ellos. Allí.

Después de pronunciar estas palabras, se dio vuelta y regresó a su barco, para tapar los agujeros con paja, alquitrán y saliva.

La niña también se dio vuelta y tomó por el caminito que nacía en la orilla. Sus zapatos de plata estaban empapados y tenía la falda pegada a las rodillas.

Frente a ella se hallaba la ciudad, con sus altas paredes y elevadas torres, sin color en la oscuridad y sin una sola luz. Reinaba un silencio sepulcral.

Era la ciudad perdida de Árida, de la que ya nadie tenía noticia.

¿Quién era esa niña? ¿Por qué se dirigía a aquella ciudad de piedra sumida en el silencio, y qué tenía colgado del collar de plata que llevaba alrededor del cuello?

Se trata de una vieja historia, pero ha llegado el momento de contarla.

 

 

Paul Biegel (título original neerlandés: De tuinen van Dorr; publicado por editorial Holland, Haarlem 1969)

© Traducción: Diego J. Puls (publicado por Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2016)