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DE VUELTA EN UTRECHT

 

La ciudad o el pueblo donde hemos estado de niños participa, cuando somos adultos, habitualmente en el afecto con el que solemos evocar los años de nuestra infancia. Hace poco, encontrándome yo por casualidad en Utrecht, ciudad natal de mis padres, al oír a un chiquillo decir con tono quejumbroso en el autobús: «Ma-dreee, la catedral está toda torcida, madre», sin querer, y en realidad con algo de preocupación, volví la mirada hacia su cenicienta torre. Por fortuna, seguía igual de erguida e imponente que en los tiempos en que sus campanas subrayaban melódicamente, también para mí, la ley de levantarse, ayudar a misa, comer, ir a la escuela y dormir.

 

Desde entonces, mucho ha cambiado en la ciudad al pie de la secular construcción. Siempre se percibe crecimiento en lo que emprende el pequeño hombre a la sombra de la majestuosa creación de Jan van der Doem, manteniéndose al mismo tiempo en pie, desde hace ya varias centurias, lo que concede a la ciudad su ambiente y buen carácter.

 

Cuando la ermitaña medieval Zuster Bertken vuelva a espiar por un agujerito en el suelo del cielo la Utrecht contemporánea, tal vez sacuda desconcertada la cabeza ante el hormigueo en las calles, haciendo resplandecer en pleno meneo la aureola de su añeja santidad; sin embargo, reconocerá de inmediato por la atmósfera serena de la plaza la Buurkerk, la iglesia donde se emparedó por amor a su Novio Celestial. Y si bien desde la Reforma ya no son católicos los que pueblan el antiguo templo parroquial de Santa María la Menor, la gente allí sigue orando al mismo Señor Jesucristo del «huerto donde crecen hermosas flores». Así reza la letra de una bella canción, que, al igual que la poesía piadosa de la Hermana Bertken, resistió el paso de los siglos. Una vez escuchada, es capaz de seguir sonando, a veces durante días, como una musiquilla de carillón también en el pensamiento del hombre de hoy.

 

Es el acompañamiento ideal para quien, deambulando aparentemente sin rumbo, pretende percibir el ambiente de la gris hermosura de Utrecht; quita un poco la opresión palpable en muchos barrios, donde solo se oye el sonido seco de la propia pisada o el chirrido de una ventana de guillotina empujada hacia arriba para dar paso al revoloteo huidizo de un mantel. Una cancioncilla tal como telón de fondo —el pequeño y vivaz campanario de la iglesia de San Nicolás, próxima al baluarte de Manenborch, podría tocarla en su eternamente sonoro carillón— alivia también la melancolía de los soldados del Ejército de Salvación, sin los cuales no cabe imaginarse Utrecht. Deja incluso una pequeña posibilidad de que por el canal que madre te señaló en su día llegue alguna vez el barco del dinero[1], aun sabiendo que en una ciudad puntual como esta se mantendrán seguramente al acecho, con idéntico anhelo, los recaudadores de impuestos. ¿Será mejor olvidarse? Ya no me lo pregunto, ahora que ante mis ojos los cisnes se deslizan finos y solemnes por la alternancia de luz y sombra en el agua abovedada.

 

Un hombre tocado con un bombín sale a la calle esquivo para sacudir su felpudo contra la barandilla; los guardias vigilan con celo en las horas vedadas. Apoyado en el poste de piedra de la acera, un chico prende fuego a uno de sus cordones con un trozo de lupa. «Dios quiere que todos seamos bienaventurados», digo con severidad. De verdad lo he leído coronando la entrada de la iglesia de Herenstraat. El muchacho desliza culpable la lupa en el bolsillo; mi amonestación no le parece para nada extraña ni irrespetuosa. Y por qué habría de serlo, en Utrecht.

 

[1] Expresión equivalente a «caer la lotería». (N. del T.)

 

 

 

C.C.S. Crone (título original: Terug in Utrecht)

© traducción española Diego J. Puls 2019 (para la revista Quimera (Granada, España), por encargo de Utrecht City of Literature)